Dos buenos amigos
Una suave brisa recorrió las planicies de Kansas, agitando suavemente las espigas de trigo plantadas por doquier, todavía a la espera de ser cosechadas. En un claro, de espaldas a un viejo árbol tapizado con hojas amarillas y cerca a un elevado molino de granja, encargado de bombear agua desde las profundidades, dos niños se encuentran casualmente.
"¿Clark? ¿Qué haces tan lejos de tu casa?", preguntó la pequeña niña.
"Yo…", balbuceó Clark, nervioso pero sin entender la razón del por qué, algo que solía ocurrirle cada que se encontraba con Lana. "Yo salí a caminar y caminar…"
"Llegaste hasta aquí desde tu casa… ¿caminando?", cuestionó ella con incredulidad. Entre ese lugar y la granja de los Kent no debían haber más de tres kilómetros y aunque no resultaba una distancia considerablemente grande, para un niño de su edad era como caminar hasta la Luna.
"No, claro que no", se apresuró a corregir Clark. "Corrí una parte". La franqueza de su respuesta debió bastar para Lana, porque no insistió en el tema. Se hizo un silencio que ninguno parecía saber como romper, hasta que Clark se animó a preguntar: "¿Qué haces aquí?".
"A veces vengo acá a escuchar el viento y contemplar este molino. Algún día cuando sea mayor subiré para ver la vista desde allí. Debe ser impresionante", comentó con ensoñación. Clark asintió con una sonrisa picara, sin atreverse a confirmar con conocimiento de causa, lo que para ella eran suposiciones.
Lo invitó a que la acompañara hasta la casa donde su tía podría convidarles algo de tomar, pero él cortésmente declinó. Ya era casi de noche y prefería "regresar a casa de los Kent".
"¿Los Kent? ¿Desde cuando llamas a tus padres por su apellido?".
"Ellos no son mis padres", confesó con voz apesadumbrada. Y aunque le causaba dolor expresarlo en voz alta, estaba complacido de poderlo sacar de su pecho, donde dolía mucho más. "Ellos no saben que lo se, sin querer los escuché mencionarlo. ¿No es trágico?"
Ella no dijo nada, tan sólo lo abrazó, una inocente manifestación de afecto que tuvo un efecto increíblemente reconfortante en Clark, que cerró los ojos para aprovecharlo al máximo. Este contacto produjo en él una sensación diferente a la que experimentaba con los abrazos de los Kent. Fue un intercambio de energía tan agradable, que su corazón palpitó con más fuerza y fue brotando de dentro de sí una oleada de calor tal, que se le sonrojaron las mejillas y dejó una marca grabada en la corteza de aquel viejo árbol cuando ese calor salió proyectado a través de sus ojos azules, ahora abiertos de par en par.
"¿Qué fue eso?", preguntó asustado, separándose violentamente y rompiendo así el abrazo que Lana le había compartido con tanto cariño.
La niña, apenada, trató de justificar su comportamiento: "Perdón, no fue mi intención molestarte, mi tía me abraza cuando el recuerdo de mi madre o la ausencia de mi padre me ponen triste y como te sentí triste pensé que también funcionaría para ti".
Clark quiso interrumpirla para decirle que no se refería a su abrazo sino a la misteriosa ráfaga de calor que escapó por sus ojos, pero algo le dijo que no era el momento, que era mejor callar e ignorar la delgada columna de humo casi imperceptible que había quedado en aquel árbol como única huella de lo ocurrido.
"No hay problema", dijo avergonzado por haberla hecho sentir mal. Le puso una mano en un hombro y la miró con ternura hasta que ella le correspondió con una sonrisa. "Vamos, te acompaño hasta tu casa".
Lana vivía en casa de su tía, Nell Potter, quien la tenía bajo su tutela ante la continua ausencia de su padre, el reconocido arqueólogo Thomas Lang, que usaba su trabajo de exploración en el exterior para olvidar la muerte de su esposa. Frente al portón de su casa, Clark le compartió a su amiga aquello que más lo atormentaba desde que descubriera lo que ya sabemos: "No entiendo por qué mis padres me abandonaron, ¿tanto me odiaron?".
"No creo que te hayan odiado", dijo ella, intentando responder lo mejor que pudo. "Tal vez no tuvieron otra opción, no lo se. Pero para mí siempre has sido Clark Kent y siempre he visto lo mucho que tus papás te quieren. Esa es una bendición que no todos tenemos. Tú que puedes, aprovéchala".
"Supongo que si", reconoció Clark, con una urgencia nueva por correr a los brazos de la única mujer que había conocido como madre y escuchar la voz del hombre al que se orgullecía de llamar padre. Quizás no fuera su hijo de verdad, pero de momento, eran todo lo que tenía y lo que quería tener.
Se despidió de su amiga y emprendió el regreso, tomando el camino destapado junto a la carretera. Cuando se aseguró de que ella ni nadie más lo veía, echó a correr dejando tras de si una nube de polvo.
Una suave brisa recorrió las planicies de Kansas, agitando suavemente las espigas de trigo plantadas por doquier, todavía a la espera de ser cosechadas. En un claro, de espaldas a un viejo árbol tapizado con hojas amarillas y cerca a un elevado molino de granja, encargado de bombear agua desde las profundidades, dos niños se encuentran casualmente.
"¿Clark? ¿Qué haces tan lejos de tu casa?", preguntó la pequeña niña.
"Yo…", balbuceó Clark, nervioso pero sin entender la razón del por qué, algo que solía ocurrirle cada que se encontraba con Lana. "Yo salí a caminar y caminar…"
"Llegaste hasta aquí desde tu casa… ¿caminando?", cuestionó ella con incredulidad. Entre ese lugar y la granja de los Kent no debían haber más de tres kilómetros y aunque no resultaba una distancia considerablemente grande, para un niño de su edad era como caminar hasta la Luna.
"No, claro que no", se apresuró a corregir Clark. "Corrí una parte". La franqueza de su respuesta debió bastar para Lana, porque no insistió en el tema. Se hizo un silencio que ninguno parecía saber como romper, hasta que Clark se animó a preguntar: "¿Qué haces aquí?".
"A veces vengo acá a escuchar el viento y contemplar este molino. Algún día cuando sea mayor subiré para ver la vista desde allí. Debe ser impresionante", comentó con ensoñación. Clark asintió con una sonrisa picara, sin atreverse a confirmar con conocimiento de causa, lo que para ella eran suposiciones.
Lo invitó a que la acompañara hasta la casa donde su tía podría convidarles algo de tomar, pero él cortésmente declinó. Ya era casi de noche y prefería "regresar a casa de los Kent".
"¿Los Kent? ¿Desde cuando llamas a tus padres por su apellido?".
"Ellos no son mis padres", confesó con voz apesadumbrada. Y aunque le causaba dolor expresarlo en voz alta, estaba complacido de poderlo sacar de su pecho, donde dolía mucho más. "Ellos no saben que lo se, sin querer los escuché mencionarlo. ¿No es trágico?"
Ella no dijo nada, tan sólo lo abrazó, una inocente manifestación de afecto que tuvo un efecto increíblemente reconfortante en Clark, que cerró los ojos para aprovecharlo al máximo. Este contacto produjo en él una sensación diferente a la que experimentaba con los abrazos de los Kent. Fue un intercambio de energía tan agradable, que su corazón palpitó con más fuerza y fue brotando de dentro de sí una oleada de calor tal, que se le sonrojaron las mejillas y dejó una marca grabada en la corteza de aquel viejo árbol cuando ese calor salió proyectado a través de sus ojos azules, ahora abiertos de par en par.
"¿Qué fue eso?", preguntó asustado, separándose violentamente y rompiendo así el abrazo que Lana le había compartido con tanto cariño.
La niña, apenada, trató de justificar su comportamiento: "Perdón, no fue mi intención molestarte, mi tía me abraza cuando el recuerdo de mi madre o la ausencia de mi padre me ponen triste y como te sentí triste pensé que también funcionaría para ti".
Clark quiso interrumpirla para decirle que no se refería a su abrazo sino a la misteriosa ráfaga de calor que escapó por sus ojos, pero algo le dijo que no era el momento, que era mejor callar e ignorar la delgada columna de humo casi imperceptible que había quedado en aquel árbol como única huella de lo ocurrido.
"No hay problema", dijo avergonzado por haberla hecho sentir mal. Le puso una mano en un hombro y la miró con ternura hasta que ella le correspondió con una sonrisa. "Vamos, te acompaño hasta tu casa".
Lana vivía en casa de su tía, Nell Potter, quien la tenía bajo su tutela ante la continua ausencia de su padre, el reconocido arqueólogo Thomas Lang, que usaba su trabajo de exploración en el exterior para olvidar la muerte de su esposa. Frente al portón de su casa, Clark le compartió a su amiga aquello que más lo atormentaba desde que descubriera lo que ya sabemos: "No entiendo por qué mis padres me abandonaron, ¿tanto me odiaron?".
"No creo que te hayan odiado", dijo ella, intentando responder lo mejor que pudo. "Tal vez no tuvieron otra opción, no lo se. Pero para mí siempre has sido Clark Kent y siempre he visto lo mucho que tus papás te quieren. Esa es una bendición que no todos tenemos. Tú que puedes, aprovéchala".
"Supongo que si", reconoció Clark, con una urgencia nueva por correr a los brazos de la única mujer que había conocido como madre y escuchar la voz del hombre al que se orgullecía de llamar padre. Quizás no fuera su hijo de verdad, pero de momento, eran todo lo que tenía y lo que quería tener.
Se despidió de su amiga y emprendió el regreso, tomando el camino destapado junto a la carretera. Cuando se aseguró de que ella ni nadie más lo veía, echó a correr dejando tras de si una nube de polvo.
Capítulo siguiente: Sorpresa en el granero
Capítulo anterior: Meditando por lo alto
Comentarios
Publicar un comentario