Ir al contenido principal

El niño que aprendió a volar - Capítulo 6

Dos buenos amigos

Una suave brisa recorrió las planicies de Kansas, agitando suavemente las espigas de trigo plantadas por doquier, todavía a la espera de ser cosechadas. En un claro, de espaldas a un viejo árbol tapizado con hojas amarillas y cerca a un elevado molino de granja, encargado de bombear agua desde las profundidades, dos niños se encuentran casualmente.

, preguntó la pequeña niña.

, balbuceó Clark, nervioso pero sin entender la razón del por qué, algo que solía ocurrirle cada que se encontraba con Lana.

, cuestionó ella con incredulidad. Entre ese lugar y la granja de los Kent no debían haber más de tres kilómetros y aunque no resultaba una distancia considerablemente grande, para un niño de su edad era como caminar hasta la Luna.

, se apresuró a corregir Clark. . La franqueza de su respuesta debió bastar para Lana, porque no insistió en el tema. Se hizo un silencio que ninguno parecía saber como romper, hasta que Clark se animó a preguntar: .

, comentó con ensoñación. Clark asintió con una sonrisa picara, sin atreverse a confirmar con conocimiento de causa, lo que para ella eran suposiciones.

Lo invitó a que la acompañara hasta la casa donde su tía podría convidarles algo de tomar, pero él cortésmente declinó. Ya era casi de noche y prefería .

.

, confesó con voz apesadumbrada. Y aunque le causaba dolor expresarlo en voz alta, estaba complacido de poderlo sacar de su pecho, donde dolía mucho más.

Ella no dijo nada, tan sólo lo abrazó, una inocente manifestación de afecto que tuvo un efecto increíblemente reconfortante en Clark, que cerró los ojos para aprovecharlo al máximo. Este contacto produjo en él una sensación diferente a la que experimentaba con los abrazos de los Kent. Fue un intercambio de energía tan agradable, que su corazón palpitó con más fuerza y fue brotando de dentro de sí una oleada de calor tal, que se le sonrojaron las mejillas y dejó una marca grabada en la corteza de aquel viejo árbol cuando ese calor salió proyectado a través de sus ojos azules, ahora abiertos de par en par.

, preguntó asustado, separándose violentamente y rompiendo así el abrazo que Lana le había compartido con tanto cariño.

La niña, apenada, trató de justificar su comportamiento: .

Clark quiso interrumpirla para decirle que no se refería a su abrazo sino a la misteriosa ráfaga de calor que escapó por sus ojos, pero algo le dijo que no era el momento, que era mejor callar e ignorar la delgada columna de humo casi imperceptible que había quedado en aquel árbol como única huella de lo ocurrido.

, dijo avergonzado por haberla hecho sentir mal. Le puso una mano en un hombro y la miró con ternura hasta que ella le correspondió con una sonrisa. .

Lana vivía en casa de su tía, Nell Potter, quien la tenía bajo su tutela ante la continua ausencia de su padre, el reconocido arqueólogo Thomas Lang, que usaba su trabajo de exploración en el exterior para olvidar la muerte de su esposa. Frente al portón de su casa, Clark le compartió a su amiga aquello que más lo atormentaba desde que descubriera lo que ya sabemos: .

, dijo ella, intentando responder lo mejor que pudo. .

, reconoció Clark, con una urgencia nueva por correr a los brazos de la única mujer que había conocido como madre y escuchar la voz del hombre al que se orgullecía de llamar padre. Quizás no fuera su hijo de verdad, pero de momento, eran todo lo que tenía y lo que quería tener.

Se despidió de su amiga y emprendió el regreso, tomando el camino destapado junto a la carretera. Cuando se aseguró de que ella ni nadie más lo veía, echó a correr dejando tras de si una nube de polvo.

Capítulo siguiente: Sorpresa en el granero
Capítulo anterior: Meditando por lo alto

Comentarios

Entradas populares de este blog

Es cosa del destino

La mañana era fría, gris. Una mañana propia de invierno aun cuando se suponía que era verano. El ambiente invitaba a la melancolía o a la depresión, cualquiera de ellas. La afortunada sería la que primero lo alcanzara, mientras caminaba con paso apurado desde el paradero de bus hasta la oficina. Ese no sería un trayecto largo si se le midiera en línea recta, pero no es esa usualmente la distancia más cercana entre dos puntos, especialmente cuando hay una autopista de múltiples carriles de por medio. Un puente peatonal sobre la autopista resultaba ser la única forma segura de salvar semejante obstáculo, lo que aumentaba considerablemente la distancia a recorrer, tanto por la extensa rampa de acceso, como por la diagonal que trazaba de un extremo al otro. Caminó hacia el puente sin aminorar el paso, el mismo paso acelerado con que atacaba toda distancia que lo separara de su meta de turno. Esa era su rutina de cada día. Este, sin embargo, no sería un día como cualquier otro. El destino s

Escritubre Día 7

Todo por ese pequeño detalle Viernes por la mañana. Andrea estacionó su auto compacto amarillo y bajó para acercarse a la reja enorme que cubría el portal de entrada. A menos que estuviera relacionado con iglesias o salones de recepción, siendo una recién llegada a la ciudad desconocía la historia detrás de muchos de los lugares que pudieran considerarse “icónicos” y este tenía toda la pinta de ser uno de esos. Alta como para rozar las ramas de los árboles sembrados a cada lado y ancha lo suficiente como para permitir el paso de dos vehículos si fuera necesario, servía a su dual propósito de mantener fuera a los indeseados y protegidos a quienes estuvieran dentro. A la derecha, sostenido por un poste de metal, estaba una caja cerrada de donde provino una voz áspera. “¿Qué se le ofrece?”, preguntó. “Soy la planificadora de bodas, la wedding planner . Tengo una cita con…” La reja comenzó a abrirse antes que terminara su presentación. Andrea regresó a su auto y tan pronto cruzó por e

Escritubre Día 8

El cerrajero gruñón que soñaba con saltamontes bailarines Jadeaba sin aliento, sus pies tropezaban con todo a su paso en su desespero por alejarse de la música pero sin importar hacía donde corriera, el estruendo de las gaitas y los tambores parecía rodearlo. Cansado, se acurrucó en el piso suplicando que la noche le sirviera de cobertura. Cerró los ojos y contuvo la respiración hasta no aguantar más. Entonces, tal como ocurriera otras muchas veces, al abrir los ojos estaban allí, a su alrededor, bailando al son de la música que inundaba el claro. Miles y miles de saltamontes se contorsionaban al son de esa música estruendosa. Furioso, se puso de pie y sin cuestionarse de dónde salió, tomó un lanzallamas. Apretó el gatillo y una llamarada brotó de la boca de aquel instrumento de destrucción, chamuscando a unos cuantos cientos de bichos. La música cesó, los saltamontes dejaron de bailar, chillaron al unisono y se le abalanzaron encima, cubriéndolo, mordiendo y sofocándolo hasta... desp