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Superman - Capítulo 11

Al encuentro del mañana

La vieja camioneta de estacas parqueó frente a la casa de los Kent. El polvo que levantó en su camino desde la entrada a la granja se disipó rápidamente gracias a la fresca brisa que soplaba esa tarde de otoño, en vísperas del inicio de la temporada de invierno. Un hombre mayor con un sombrero adornado con plumas en su cabeza y collares artesanales al cuello bajó del lado del conductor y un niño atribulado de escasos nueve años hizo lo propio del lado del pasajero, con la mirada fija en el suelo a sus pies.

“No te preocupes, Naman. Todo va a estar bien”, dijo el hombre mientras acompañaba al niño hasta la casa, donde Jonathan y Martha esperaban. Salieron al portón tan pronto escucharon la camioneta acercarse. Una llamada por teléfono recibida minutos antes les avisó que su hijo iba camino de regreso en compañía del señor Willowbrook, reconocido jefe del resguardo indígena Kawatche y viejo amigo de la familia Kent.

“Gracias por traerlo a casa, Joseph”, dijo Jonathan estrechando la mano de su amigo, en tanto que Clark corría junto a su madre.

El hombre con el sombrero de plumas sonrió cortésmente.

“Es lo menos que podía hacer. Cuando me avisaron del accidente salí inmediatamente a ver cómo ayudar y cuando llegué lo encontré privado en el suelo, muy pálido, rodeado por los niños que iban en el bus. Creo que el esfuerzo que hizo fue demasiado para su edad”, comentó.

“¿Crees que alguien haya visto lo que ocurrió?”, preguntó Jonathan, bastante preocupado.

“No lo creo. Estoy seguro que los niños no podían verlo desde sus puestos y el conductor estaba inconsciente cuando llegó la ambulancia, recibió un feo golpe en la frente. Pero no tienes que preocuparte de nada, me aseguraré que cualquier insinuación de que Clark tuvo alguna participación en este milagro sea atribuida a los nervios del momento”.

Jonathan sintió algo de alivio pero no el suficiente para dejar ir sus temores.

“Gracias, Joseph. Siempre has sido un buen amigo”.

“Ni más faltaba, es lo menos que podría hacer”, dijo regresando a la camioneta. “Gracias a Clark tendremos algo más que celebrar con nuestros niños hoy. Un lunes milagroso, eso es lo que es”.

Martha abrazó al niño y los tres quedaron afuera en silencio mientras la camioneta de Joseph Willowbrook salía de la granja. Clark presagiaba que iba a ser reprendido por su padre, estaba avergonzado por haber faltado a su palabra. Desde esa mañana a comienzos de año en que descubrieron que era capaz de sobrevivir a la embestida de un toro vagabundo, su fuerza, velocidad y sentidos comenzaron a desarrollarse muy por encima de lo que se esperaría que fuera posible en un ser humano, mucho menos en un niño de su edad. A falta de una explicación y por temor a que terminaran encerrándolo en un laboratorio para ser examinado como un bicho raro, entre todos habían acordado mantener un perfil bajo y Clark se había comprometido a no exhibir en público sus habilidades especiales. Y había cumplido juicioso con su parte, hasta esa tarde.

“Por amor de Dios, Clark… ¿en qué estabas pensando?”, reclamó Jonathan.

“No te desquites con el niño, Jonathan”, dijo Martha, invitándole con su tono de voz afable a recuperar la calma. “Estoy segura de que hizo lo que cualquiera de nosotros habría hecho de estar en su situación”. Se inclinó y abrazó al niño. A pesar de su remarcable resistencia, pudo sentirle temblar en sus brazos. Acarició su cabeza y le dijo suavemente: “Cuéntanos qué pasó”.

Clark tenía los ojos aguados, su voz se quebraba en ocasiones. Lentamente, relató su versión de los acontecimientos.

Después de almorzar en casa, Clark hizo sus deberes escolares, pidió permiso para ir a casa de su amiga Lana y salió de casa. Aunque podía correr más rápido que cualquiera de los carros que circulaban en Smallville, caminó despacio. En ocasiones le gustaba tomarse su tiempo para escuchar los sonidos a su alrededor y los de más allá. A los cinco años su sentido de la audición le permitía escuchar hasta los susurros en casa de los vecinos y por supuesto los de sus padres. Con el tiempo, podía escuchar cosas que ocurrían todavía más lejos. Fue entonces que escuchó algo que llamó su atención, no era algo usual. Primero sonó como si un enorme globo se reventara, luego el chirrido de frenos desesperadamente tratando de detener la marcha de un vehículo grande, gritos de niños y luego, el sonido del metal al golpearse bruscamente luego de recorrer una corta distancia por terreno escarpado. Miró alrededor, en dirección de aquellos sonidos. Sus ojos enfocaban de forma que conseguía ver claramente objetos lejanos, apreciándolos como si estuvieran tan cerca como la palma de su mano. Continuó aguzando la vista, explorando la distancia hasta que lo encontró. A lo lejos, en las montañas, una ruta escolar estaba por caer a un barranco. Una de sus llantas había reventado y el conductor perdió el control del vehículo, que salió del camino y se despeñó hacia el barranco. Por fortuna un viejo tronco detuvo su caída a poca distancia de la carretera, pero no parecía que fuera a resistir mucho.

“Salí corriendo y como pude la empujé de regreso a la carretera. Estaba muy cansado luego de eso y creó que me desmayé. Cuando desperté, el señor Joseph estaba a mi lado y no se separó de mi hasta que llegamos a casa”.

Durante todo su relato, Clark mantuvo la cabeza gacha. Se sentía culpable de poner a todos en riesgo al usar sus habilidades, pero tenía la convicción de haber hecho lo correcto. Como tal, como tantas veces le había recalcado su propio padre, levantó la cabeza para verlo de frente y si era del caso, aceptar las consecuencias por sus acciones.

“¿Qué otra cosa podría haber hecho? Pudieron morir”, dijo en su defensa.

“Eso no lo sabemos con certeza”, replicó Jonathan, indeciso entre celebrar por las buenas acciones de su hijo o ceder al terror frente a la posibilidad de perder a su hijo si descubren lo que puede hacer.

“¿Y entonces? ¿Se supone que debía dejarlos morir?”, preguntó Cark confundido por el silencio de su padre.

“Quizás…”, respondió Jonathan bruscamente, sin pensarlo mucho.

Martha abrazó al niño. Desconocía como el hombre con el que se había casado, uno que sin dudarlo habría ido a la guerra para proteger la vida de quienes conocía y amaba, consideraba como una opción aceptable el que su propio hijo permitiera que inocentes murieran, más aun cuando estaba en sus manos (literalmente) el poder evitarlo. Consternada, abrazó a su hijo con la intención de llevarlo dentro de la casa, un impulso que reprimió cuando sintió en su hombro la mano de su esposo. Atendiendo a las intenciones presentes en la expresión de su mirada, se apartó para darle espacio. Tenía un poco de miedo por lo que pudiera decirle a Clark, pero algo en esa mirada le había devuelto la fe en ese hombre. Jonathan se inclinó frente al niño y secó las lagrimas que mojaban los ojos del pequeño.

“Discúlpame hijo, es el miedo el que habla”. Abrazó a su hijo con toda su fuerza e hizo todo lo humanamente posible para enterrar ese miedo y permitirse manifestar sus verdaderas emociones. “Lo que en verdad quiero decir… es que me siento muy orgulloso de que hayas ayudado a esos niños y que a pesar de todos nuestros miedos, hayas puesto la vida por encima de todo. Nada hay más valioso que eso”.

“Gracias, pa”, dijo Clark entre sollozos.

Martha respiró aliviada y sonrió. Ese si era el hombre con el que se había casado hace tantos años.

“Una cosa más, hijo”, dijo Jonathan, preocupado por el futuro de su hijo y de las responsabilidades que parecía comenzar a echarse encima. “Da siempre tu mayor y mejor esfuerzo, pero ten presente que, sin importar qué tantas maravillas seas capaz de realizar y estoy seguro que serán muchas, aún así habrán momentos en los que fallaras. Cuando puedas, inténtalo de nuevo y cuando no, recuerda que eres tan humano como cualquiera de nosotros… y que no siempre podrás salvarlos a todos”.

Y cuanta razón tenía. Habían pasado casi nueve años desde esa tarde y de nuevo como entonces, las lagrimas mojaban los ojos de Clark.

El sol de la mañana radiaba con su luz y calor las amplias praderas cultivadas de Smallville. Era un día espectacular, uno de esos domingos de verano propios para ir en paseo de olla al rio y pasar el tiempo disfrutando en familia, riendo, jugando y comiendo un delicioso asado. Sin embargo, para Clark Kent, este era un día sombrío y ni todo el sol del mundo cambiaría esa percepción.

El funeral de Jonathan Kent comenzó temprano, con una misa celebrada en la capilla del único cementerio de la ciudad. Los asistentes, amigos de la familia y compañeros de colegio de Clark, escoltaron el ataúd con los restos mortales de Jonathan hasta su última morada. El párroco dijo unas bonitas palabras de apoyo y celebración a una vida dedicada a la familia y a la comunidad. Algunos conocidos complementaron su oración con breves testimonios y finalmente, la ceremonia terminó y dos voluntarios bajaron el ataúd al foso, antes de comenzar a llenarlo de tierra.

Clark y Martha se quedaron un rato más, luego que casi todos se hubieran ya marchado.

“Todas esas cosas que puedo hacer… todos estos poderes... y ni siquiera pude salvarle”, susurró Clark a su madre.

Martha se recostó sobre el pecho de su Clark. Ya no le quedaban lagrimas que sacar. Quería consolar a su hijo pero la voz se le ahogaba en su reseca garganta. Por su parte, Clark sentía el deseo de gritarle al mundo su dolor, de maldecir al destino por la osadía de arrebatarle a su padre, ¿pero de qué serviría un arrebato como ese? Nada iba a cambiar lo ocurrido, nada podía hacer para cambiar ese destino y tal cómo le aconsejara su padre, no le quedaba más que resignarse ante la impotencia de que en cosas como estas, era tan humano como cualquiera otro. Era duro, pero tenía que aceptarlo y continuar. Debía ser fuerte ante tal adversidad, para hacer sentir a su madre segura, protegida. Debía ser un hombre de Acero.

Los dos se retiraron despacio y tomaron el camino de piedra que conducía a la salida del Cementerio. A la salida se encontraron con un nativo americano y una mujer joven que parecía hacerle compañía. El hombre se acercó a Martha y le abrazó fraternalmente.

Cuanto lo siento, Martha”, le dijo. Se volvió hacia Clark y le estrechó la mano. “Lamento mucho tu perdida, Naman”.

“Es la perdida de todos, señor Joseph”, respondió Clark, quien seguía sin entender el porqué aquel hombre siempre se refería a él con el sobrenombre de “Naman”.

“En eso tienes razón”, dijo Joseph sosteniendo la mano de Clark un rato más. “Tu padre me llamó hace unos días para ayudarle con algo pero cuando por fin pude llegar ya había terminado. De haber sabido que sería la última vez que íbamos a…”

La voz del hombre se quebró y lágrimas brotaron de sus cansados ojos. La joven a su lado lo sostuvo y consoló con un abrazo.

“Gracias”, le reconoció Joseph con una sonrisa a la joven. Reparó en que no había realizado la debida presentación y procedió a enmendar su falta. “Martha, Clark... ella es Kyla, mi nieta”.

“Mucho gusto”, respondió Martha. “La última vez que te vi eras una bebita. Realmente ha pasado mucho tiempo, ¿no es así ,Joseph?”.

Joseph se limitó a asentir con un movimiento de cabeza.

“Ella es una de los niños que se salvaron hace años cuando el bus en que viajaban se salió de la carretera, un milagro por el que siempre estaré agradecido”, comentó sonriendo disimuladamente a Clark. A continuación le preguntó. “¿Y qué hay de ti? ¿Qué planes tienes a futuro?”.

Tal pregunta le tomó un poco desprevenido. Realmente no había dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre eso, sobre su futuro. Antes, suponía que llegado el momento haría una carrera universitaria en Metrópolis o alguna otra ciudad fuera de Smallville. Soñaba con pasar alguna temporada recorriendo Europa y tal vez el resto del mundo. ¿Por qué no? Eran muchas las posibilidades que tenía ante sí. Pero todo eso fue “antes”. Ahora, en lo que a Clark concernía, solamente quedaba una cosa por hacer.

“Me haré cargo de la granja”, dijo con determinación.

Martha lo miró con sorpresa, una que prontamente dio paso al reproche. Por supuesto que no, no estaba dispuesta a permitir que su hijo se anclara a una vida de granjero allí en Smallville. Y no era porque fuera algo de menor valía, ni más faltaba. Cuanto orgullo le daría a ella que su hijo continuara con la tradición familiar y un día disfrutar con la vista de sus nietos recorriendo los campos en sus parcelas. Pero desde el momento en que Clark llegó a sus vidas y por la forma tan particular como ocurrió, tenían la sospecha que un día su muchacho se iría de la granja, creencia que se afianzaba con cada nueva y asombrosa manifestación de sus habilidades. Sin embargo, fue después de aquel incidente con el bus escolar, que Jonathan y ella tuvieron la certeza de que Clark levantaría el vuelo y cambiaría al mundo para bien, algo que no ocurriría si se quedaba asentado en una vieja granja de Smallville por cuenta de una responsabilidad malinterpretada. Como tal, iba a decir algo al respecto, pero Joseph se le adelantó.

“Eso es lo menos que esperaba escuchar del hijo de Jonathan Kent. Me temo sin embargo, que tu destino no podrá confinarse a los límites de una granja en Smallville”.

“Por supuesto que no”, intervino Martha dignamente. “Jonathan jamás lo permitiría, ni yo tampoco”.

“Pero ma…”, quiso protestar Clark.

“Abuelo, debemos irnos ya”, intervino suavemente Kyla.

“Cierto, solo una cosa más”, dijo Joseph y se dirigió a Clark nuevamente. “Estoy seguro que algún día escucharemos grandes cosas de ti y que harás que Jonathan sonría allá donde ahora está. Mantén una mente abierta y no te niegues a lo que el mañana tiene para ofrecerte. Aquel que niega su destino puede traer tanto dolor y sufrimiento como su más grande enemigo”.

Estrechó nuevamente la mano del muchacho y se despidió con una sonrisa. De la mano de su nieta, Joseph se retiró, caminando lento a su vieja camioneta de estacas, estacionada a unos pasos de distancia. Algo en la conversación de su abuelo mantuvo intrigada a la joven y cuando estuvo segura que los Kent no podrían escucharla, quiso aclararlo con su abuelo.

“Cuando llegamos, te referiste a Clark como Naman. ¿Te referías a aquel del que habla la leyenda?”, preguntó Kyla.

“Ese mismo”.

“Pero abuelo, según la profecía, Naman caerá de los cielos en una lluvia de fuego, tendrá la fuerza de diez hombres y será capaz de encender fuego con sus ojos. ¿Qué podría este chico blanco tener algo que ver con ese Naman?”.

Joseph se volvió para ver hacia atrás. Clark y Martha continuaban en la entrada del cementerio, de espaldas a ellos.

“Sólo el tiempo lo dirá, hija mía”, respondió sin más.

El tiempo pasa y cura las heridas, o al menos eso recitan los poemas, canciones y la siempre poco valorada sabiduría popular. Con el paso de los días y el retorno de la rutina diaria, el dolor por la muerte de Jonathan fue apagándose de a poco, en tanto que los recuerdos de los momentos compartidos, que embestían de vez en cuando y en los momentos más insospechados, pasaban a convertirse en memorias agradables, incluso aquellas de momentos no tan agradables, apilándose una tras otra en el baúl mental de sus recuerdos más preciados.

Con el final del verano llegó también el final de la temporada escolar y para Clark y sus compañeros, esta etapa de sus vidas concluyó con la ceremonia de graduación. Clark no estuvo en el baile de cierre, pese a su resiliencia, no se sentía con ánimos para disfrutar del evento. Fue así que luego de recibir su diploma, él y Martha se fueron a casa. Celebraron juntos con una deliciosa cena en casa y se acostaron temprano. Clark deseaba más que nada que su padre hubiera podido acompañarles ese día o que por lo menos pudiera visitarle en sueños para compartirle este pequeño hito. Si esa noche tuvo sueños o no, no pudo recordarlo ya que tuvo un brusco despertar. Al abrir los ojos, reparó en que todavía era de noche. Una o dos de la mañana, tal vez. ¿Qué lo había despertado? La causa fue un sonido agudo que le taladraba el cerebro con tal fuerza, que ignorarlo era un imposible. No tuvo más remedio que levantarse y buscar su origen para tratar de silenciarlo.

Completamente espabilado, Clark siguió el rastro de aquel sonido agudo hasta el viejo granero. Entró y fue hasta la puertecilla que estaba al fondo, en el piso. Esa puertecilla no se había vuelto a levantar desde aquel triste día en que su padre falleció y sabía muy bien lo que allí se guardaba u ocultaba, según como se viera. La abrió sin esfuerzo y dejó al descubierto un objeto grande cubierto con una vieja lona llena de polvo. Clark levantó la lona para revelar los restos de la nave en la que sus padres lo encontraron. Usualmente su interior permanecía a oscuras, pero en se momento un fuerte resplandor verde la iluminaba. Se inclinó y sacó de allí un cristal verde, responsable de aquel fulgor y en apariencia, de emitir el irritante sonido que le despertó. Lo supo porque en el mismo instante en que sujetó el cristal, aquel sonido cesó y en su lugar, la imagen de un lugar frío, desolado y lejano se proyectó en su mente, tan vivido y claro como si estuviera en aquel lugar. Ese cristal verde intentaba decirle algo y estuviera listo o no, él tendría que prestar atención y hacer algo al respecto, con extrema urgencia.

Martha se levantó esa mañana muy temprano, como era su costumbre. Se vistió y salió de su cuarto, llamando a su hijo al pasar junto a su puerta.

“Clark, levántate”.

Bajó al primer piso y comenzó a preparar el desayuno. Al escuchar los pasos de su ama, su viejo perro Barón acudió a su lado meneando frenéticamente la cola. Un gato recientemente adoptado saltó a la cornisa de la ventana y desde afuera maullaba alegremente. Martha se acercó y abrió la ventana, dejando entrar la fresca brisa matutina, el aroma del campo inundó la cocina y el gato se metió sin pedir permiso.

“Buenos días, Smiley”, le dijo acariciando su cabeza.

Preparó un espumoso chocolate y calentó unos panecillos de maíz precocidos. Picó un poco de tomate y cebolla larga y con ellos preparó unos deliciosos huevos revueltos. Cuando hubo terminado, sirvió los dos desayunos en la mesa del comedor. Se acercó a la escalera y llamó a su hijo.

“Clark, desayuno”. No tuvo respuesta alguna. Intentó de nuevo. “¿Vas a dormir todo el día?”

Silencio. Resignada, subió de nuevo las escaleras y fue hasta el cuarto de su hijo. Golpeó la puerta y la abrió despacio para darle tiempo a Clark de reaccionar y no sorprenderlo en paños menores. Los adolescentes no solían soportar verse en situaciones como esa, al menos no frente a su madre.

“Clark, vamos. Levántate”, dijo.

Para su sorpresa, la cama estaba ya tendida y arreglada, pero no había rastro de su hijo en la habitación. Miró por la ventana del cuarto y le pareció ver a lo lejos una estela abrirse paso a toda velocidad por entre el cultivo de trigo. Inmediatamente supo que era Clark. ¿A dónde podría haber ido tan temprano?

Pasadas las 10, Martha se dio un baño luego de hacer un poco de aseo en la casa. Bajó de nuevo a la cocina para organizar sus cosas y preparar el almuerzo, cuando el gato Smiley llamó su atención desde la ventana. También escuchó los ladridos de Barón, que saludaba alegremente a alguien. Martha se asomó a la ventana y vio a su hijo afuera, en medio del cultivo de trigo. Llevaba su chaqueta roja a cuadros y sostenía una maleta. Debió haber regresado mientras ella se bañaba. Una vocecita en su corazón le susurraba la razón de su presencia allí y aunque era algo que esperaba, no estaba lista todavía. Deseando estar equivocada, fue al lado de su hijo. El estaba allí de pie, de espaldas a ella, contemplando el horizonte sin moverse. Martha extendió su mano para tocarlo y hacerse notar, pero no fue necesario.

“Tengo que irme”, dijo Clark con tristeza.

“Sabía que este momento llegaría. Los dos lo supimos desde el día en que te encontramos”, respondió ella, recordando a su querido Jonathan.

“Esta mañana salí temprano, necesitaba pensar y despedirme de mis amigos. Lana, Pete… Hablé también con Ben Hubbard. Dijo que estaría feliz con ayudarte desde hoy con las cosas de la granja”.

Clark se volvió hacia Martha, sus ojos reflejaban la tristeza que su partida le causaba. No deseaba irse, pero esta sensación que crecía en su interior se hacia cada vez más apremiante, desesperante, empujándolo en un viaje a ese lugar desconocido, frio y desolado que viera en la visión que le mostrara el cristal.

“Madre…”

Quiso decirle cuanto la amaba, cuanto deseaba permanecer por mas tiempo a su lado, contarle sobre esta necesidad de ir en busca de ese lugar misterioso, donde anhelaba poder encontrar respuestas al misterio de su herencia especial y sus dones fantásticos. Quiso contarle todo eso, pero las palabras se le atragantaron en la garganta. Martha lo abrazó y recostó su cabeza sobre el hombro de su hijo. También ella sentía ese nudo en la garganta que no le dejaba decir tantas cosas, tan solo consiguió susurrar entre sollozos unas pocas palabras.

“Lo se, hijo. Lo se”.

Se abrazaron durante varios segundos, ninguno de los dos quería soltar al otro. Fue Clark quien finalmente tomó la iniciativa, sabía que de permanecer más tiempo encontraría la fuerza para superar ese insistente empuje y quedarse al lado de su madre.

“¿Sabes adónde irás?”, preguntó ella.

Clark se acomodo la maleta al hombro y miró al horizonte lejano.

“Al Norte”.

Martha asaltó de nuevo a su hijo con un abrazo, anhelando con ferviente esperanza, verlo regresar un día convertido en el hombre que Jonathan soñaba que un día sería.

“Recuérdanos, hijo. Recuérdanos siempre”, suspiró.

Y sin más, con el corazón acongojado pero con la fe más fuerte que nunca en su hijo, lo dejó en libertad para partir en busca de su destino.

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