Ir al contenido principal

El niño que aprendió a volar - Capítulo 5

Meditando por lo alto



Los gritos se escucharon en la cocina y Martha Kent salió a ver de qué se trataba. Frente a la puerta de entrada encontró a tres niños. Reconoció a Pete Ross con su brazo encabestrillado y unas buenas ojeras a consecuencia de tanto llorar. A su lado, el primogénito de los Braverman, un tanto más alto que Pete y con una expresión de quien prefiere estar en otra parte o jugando en algún lado antes que andar haciendo una visita vespertina. La tercera era una niña de cabellos color dorado pálido a quien nunca antes había visto.



El muchacho levantó el brazo tanto como pudo antes de sentir un poco de dolor y se limitó a responder al reclamo con un humilde , y luego como si fuera algo normal andar con el brazo colgando, continuó:

.

Martha subió al segundo piso, tocó la puerta del cuarto de Clark y al no tener respuesta, entró. La única señal de que su hijo estuvo allí, era la cama desarreglada. La ventana estaba abierta y con los acontecimientos recientes, Martha contempló la idea de que hubiera salido por ahí, algo que no parecía posible ya que afuera no había nada que le permitiera descolgarse hasta el piso. Lo más seguro, concluyó, es que hubiera salido por la puerta de atrás luego que Jonathan se fuera a cumplir con el compromiso adquirido en la mañana con Henry Rosenthal, el dueño de la distribuidora de grano. El rostro de decepción fue evidente en los niños, cuando Martha les comunicó la novedad.

, preguntó inquieto Pete.

No dejaba de sorprenderle lo rápido que corrían los rumores en Smallville. Era casi un milagro que ella y su esposo hubieran podido guardar durante tanto tiempo el origen secreto de su hijo y ya fuera cosa de las circunstancias o del destino, daba gracias por eso.

, respondió con una sonrisa. Le resultaba conmovedor que, aunque en cierto grado Clark tuviera alguna responsabilidad en la lesión de su brazo, Pete estaba preocupado por él en lugar de estar furioso. Eso decía mucho de Pete y un tanto más acerca de Clark, lo que la hizo sentir orgullosa.

.

, respondió Pete. y sin decir más, los tres tomaron el sendero de salida.

Desde su puesto, Clark vio y escuchó claramente la conversación de sus amigos y su madre. Hubiera podido regresar a la casa para estar con ellos, pero realmente no estaba de ánimo para eso. Tampoco quería estar encerrado. Por eso salió sin avisar luego de terminado el almuerzo que con tanto cariño les preparó su madre. Madre. Realmente ella no lo era, ni Jonathan era su padre. Eran una pareja de extraños que lo cuidaban. ¿Dónde estaban sus verdaderos padres? ¿Por qué lo habían abandonado? ¿Por qué no lo habían amado lo suficiente para retenerlo a su lado, tanto como lo amaban los Kent? Todas esas preguntas abarrotaban el pequeño cerebro en su cabeza.

Con el aumento del viento frio y los cielos tornándose cada vez más rojos, Clark reparó en que quedaba poco para que llegara la noche y aunque aquellos no fueran sus verdaderos padres, los quería y lo menos que deseaba era que se preocuparan por su ausencia. Se puso de pie y saltó.

La altura de caída fue mucho mayor que la de un rato antes, cuando saltó por la ventana de su cuarto. La velocidad alcanzada hizo que se produjera un sonido fuerte y seco cuando sus pies golpearon el piso, que se hundió, no por causa de su peso, sino por la fuerza del impacto. Miró hacia arriba y contempló el molino dando vueltas. La base metálica donde estaba sentado hace tan sólo un momento, justo bajo las aspas del molino, tenía una altura mayor que la de la chimenea de su casa. ¿Cómo había podido alcanzarla con tan sólo el impulso de un salto? Una pregunta más que le revoloteaba en su cabeza y una más que se quedaría sin respuesta de momento. Una mayor prioridad surgió cuando escuchó una delicada voz a sus espaldas, llamándole por su nombre.

Capítulo siguiente: Dos buenos amigos
Capítulo anterior: Mentiras, secretos y verdades

Comentarios

Entradas populares de este blog

Escritubre Día 20

¿Y después qué? Relato inspirado en algo del estilo y la temática del cuento Las moscas publicado en 1935 como parte de la colección de cuentos Más allá , autoría de Horacio Quiroga , cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Cierra los ojos, podría jurar que siente la blusa moverse agitada al ritmo del bum-bum-bum de su corazón. La hora se acerca, lo sabe. La oscuridad la rodea en este pequeño rincón donde reposa mientras espera ese llamado final. ¿Era pánico lo que sentía? Desde los 4 años, cuando se montó por primera vez en unos patines, aprendió a domar a esa bestia llamada miedo, a no congelarse ante los imposibles que encontraba en su camino. Pero esto, esto era algo diferente. Cierra los ojos aún con más fuerza deseando que todo termine ya, que el momento pase y poder finalmente descansar. ¿No era acaso eso todo lo que Hamlet pedía? “Morir, dormir, tal vez soñar”. Soñar… Cuando terminó la universidad tuvo muchas opciones para ejercer su carrera, convertirse en una profesion...

Superman - Capítulo 11

Al encuentro del mañana La vieja camioneta de estacas parqueó frente a la casa de los Kent. El polvo que levantó en su camino desde la entrada a la granja se disipó rápidamente gracias a la fresca brisa que soplaba esa tarde de otoño, en vísperas del inicio de la temporada de invierno. Un hombre mayor con un sombrero adornado con plumas en su cabeza y collares artesanales al cuello bajó del lado del conductor y un niño atribulado de escasos nueve años hizo lo propio del lado del pasajero, con la mirada fija en el suelo a sus pies. “No te preocupes, Naman . Todo va a estar bien”, dijo el hombre mientras acompañaba al niño hasta la casa, donde Jonathan y Martha esperaban. Salieron al portón tan pronto escucharon la camioneta acercarse. Una llamada por teléfono recibida minutos antes les avisó que su hijo iba camino de regreso en compañía del señor Willowbrook, reconocido jefe del resguardo indígena Kawatche y viejo amigo de la familia Kent. “Gracias por traerlo a casa, Joseph”, dij...

Escritubre Día 8

El cerrajero gruñón que soñaba con saltamontes bailarines Jadeaba sin aliento, sus pies tropezaban con todo a su paso en su desespero por alejarse de la música pero sin importar hacía donde corriera, el estruendo de las gaitas y los tambores parecía rodearlo. Cansado, se acurrucó en el piso suplicando que la noche le sirviera de cobertura. Cerró los ojos y contuvo la respiración hasta no aguantar más. Entonces, tal como ocurriera otras muchas veces, al abrir los ojos estaban allí, a su alrededor, bailando al son de la música que inundaba el claro. Miles y miles de saltamontes se contorsionaban al son de esa música estruendosa. Furioso, se puso de pie y sin cuestionarse de dónde salió, tomó un lanzallamas. Apretó el gatillo y una llamarada brotó de la boca de aquel instrumento de destrucción, chamuscando a unos cuantos cientos de bichos. La música cesó, los saltamontes dejaron de bailar, chillaron al unisono y se le abalanzaron encima, cubriéndolo, mordiendo y sofocándolo hasta... desp...