Mentiras, secretos y verdades
El médico terminó de examinar al niño. Aparte de algunos moretones sin importancia, no encontró razón para alarmarse. El pequeño Clark estaba tan sano y fuerte como siempre. Le dio una palmadita en las mejillas y salió del cuarto, dejándolo al cuidado de su madre, quien estuvo con ellos todo el tiempo. "Martha Kent puede ser una mujer sobreprotectora en ocasiones", pensó el galeno.
Bajó sin prisa las escaleras hasta la primera planta, donde lo esperaba Jonathan. Sentado en la sala, se le notaba nervioso, agitado y más pálido de lo usual. Sin embargo, lo que menos le agradó al médico, fue verlo sobarse el lado izquierdo del pecho con tanta fuerza e insistencia.
"¿Duele?", preguntó.
"No es nada, Oscar. Es que he tenido un día bastante agitado", contestó Jonathan, confiando en que fuera tan solo eso, un achaque de esos que llegan con los años.
"Pues el niño está bien. Martha me contó que el sol te jugó una mala pasada y que no pasó nada de lo que describiste por teléfono y honestamente, me alegro. Hubiera sido lamentable si un animal de 1000 kilos como el que tiene Ben en sus tierras, le hubiera pasado encima a un niño de la edad de Clark".
Jonathan esbozó una sonrisa forzada.
"Pero no es el niño quien me preocupa. Voy a separarte una cita, quiero que vengas a verme mañana al hospital. Y, no…", advirtió antes que Jonathan pudiera replicar, como era su costumbre, "no aceptare un no por respuesta".
El medico tomó su saco y sombrero, que colgaban del perchero a un paso de la puerta y se despidió. Jonathan lo observó subir a su auto, dar la vuelta frente del granero y conducir por el sendero hasta salir de la granja. Martha se reunió con él, bajo el porche de la entrada. Era más de medio día y el sol parecía calentar más que de costumbre.
"Voy a servirte el almuerzo", comentó Martha.
"Se lo que vi", musitó Jonathan sin todavía dar crédito a lo ocurrido. "El animal le pasó por encima. Clark escasamente respiraba cuando lo levanté del piso. Tu viste las ropas hechas trizas, la sangre de sus heridas. Cuando llamé a Oscar, pensé que íbamos a perderlo. Ahora, no sé que pensar. Su recuperación no es algo natural, es casi…"
"¡Es un milagro!", le interrumpió su esposa, abrazándolo con fuerza, con lagrimas en sus ojos. "Un milagro…"
Jonathan no estaba tan seguro de eso. Sospechaba que algo más estaba en juego. Precisamente, ese algo que durante los últimos ocho años habían mantenido enterrado, oculto bajo el piso del granero. Un secreto sobre el que ahora comenzaba a tener sus dudas.
"Quizás no hicimos lo correcto. Clark es un buen niño, pero sabemos tan poco sobre su procedencia. Tal vez no seamos los más indicados para…"
La mujer se apartó de su lado y lo miro con determinación: "¡Jonathan Kent, no te atrevas! Clark es nuestro hijo, sin importar cómo o dónde lo hayamos encontrado. En lo que a mi respecta, no es un monstruo llegado de otro planeta, ni nada que se le parezca y no podría ser más hijo mio o tuyo que si hubiera salido de mis entrañas". Se enjugó las lágrimas, las suyas y las de su esposo. "Voy a calentar la comida para que almorcemos juntos, en familia y demos gracias por todas las bendiciones que hemos recibido, ¿bueno?"
Jonathan asintió y con un beso renovaron sus votos y la promesa de mantener su secreto. Sin embargo, Jonathan no conseguía sacarse de la cabeza una duda que lo venía atormentando sobre su hijo: "¿Y qué si no soy el indicado para ser su padre?"
En su cuarto, Clark comenzó a llorar. No entendía lo que le estaba ocurriendo ni por qué. Su cuerpo había sanado sorpresivamente rápido y de un momento para acá, podía ver mejor que antes, descubriendo detalles minúsculos en las cosas que lo rodeaban, tanto que casi parecía que pudiera ver a través de ellas. Y no sólo eso. También podía escuchar con claridad prístina cada sonido: el zumbido de las abejas del panal que colgaba del árbol sembrado atrás del granero, el tranquilo respirar de los caballos que descansaban en el establo situado al lado del silo y las voces de sus padres en la planta baja. Fueron sus palabras las que desataron su llanto. Podría no entender muchas cosas, pero si que las personas de allí abajo, aquellas a las que tanto amaba, no eran sus padres.
El médico terminó de examinar al niño. Aparte de algunos moretones sin importancia, no encontró razón para alarmarse. El pequeño Clark estaba tan sano y fuerte como siempre. Le dio una palmadita en las mejillas y salió del cuarto, dejándolo al cuidado de su madre, quien estuvo con ellos todo el tiempo. "Martha Kent puede ser una mujer sobreprotectora en ocasiones", pensó el galeno.
Bajó sin prisa las escaleras hasta la primera planta, donde lo esperaba Jonathan. Sentado en la sala, se le notaba nervioso, agitado y más pálido de lo usual. Sin embargo, lo que menos le agradó al médico, fue verlo sobarse el lado izquierdo del pecho con tanta fuerza e insistencia.
"¿Duele?", preguntó.
"No es nada, Oscar. Es que he tenido un día bastante agitado", contestó Jonathan, confiando en que fuera tan solo eso, un achaque de esos que llegan con los años.
"Pues el niño está bien. Martha me contó que el sol te jugó una mala pasada y que no pasó nada de lo que describiste por teléfono y honestamente, me alegro. Hubiera sido lamentable si un animal de 1000 kilos como el que tiene Ben en sus tierras, le hubiera pasado encima a un niño de la edad de Clark".
Jonathan esbozó una sonrisa forzada.
"Pero no es el niño quien me preocupa. Voy a separarte una cita, quiero que vengas a verme mañana al hospital. Y, no…", advirtió antes que Jonathan pudiera replicar, como era su costumbre, "no aceptare un no por respuesta".
El medico tomó su saco y sombrero, que colgaban del perchero a un paso de la puerta y se despidió. Jonathan lo observó subir a su auto, dar la vuelta frente del granero y conducir por el sendero hasta salir de la granja. Martha se reunió con él, bajo el porche de la entrada. Era más de medio día y el sol parecía calentar más que de costumbre.
"Voy a servirte el almuerzo", comentó Martha.
"Se lo que vi", musitó Jonathan sin todavía dar crédito a lo ocurrido. "El animal le pasó por encima. Clark escasamente respiraba cuando lo levanté del piso. Tu viste las ropas hechas trizas, la sangre de sus heridas. Cuando llamé a Oscar, pensé que íbamos a perderlo. Ahora, no sé que pensar. Su recuperación no es algo natural, es casi…"
"¡Es un milagro!", le interrumpió su esposa, abrazándolo con fuerza, con lagrimas en sus ojos. "Un milagro…"
Jonathan no estaba tan seguro de eso. Sospechaba que algo más estaba en juego. Precisamente, ese algo que durante los últimos ocho años habían mantenido enterrado, oculto bajo el piso del granero. Un secreto sobre el que ahora comenzaba a tener sus dudas.
"Quizás no hicimos lo correcto. Clark es un buen niño, pero sabemos tan poco sobre su procedencia. Tal vez no seamos los más indicados para…"
La mujer se apartó de su lado y lo miro con determinación: "¡Jonathan Kent, no te atrevas! Clark es nuestro hijo, sin importar cómo o dónde lo hayamos encontrado. En lo que a mi respecta, no es un monstruo llegado de otro planeta, ni nada que se le parezca y no podría ser más hijo mio o tuyo que si hubiera salido de mis entrañas". Se enjugó las lágrimas, las suyas y las de su esposo. "Voy a calentar la comida para que almorcemos juntos, en familia y demos gracias por todas las bendiciones que hemos recibido, ¿bueno?"
Jonathan asintió y con un beso renovaron sus votos y la promesa de mantener su secreto. Sin embargo, Jonathan no conseguía sacarse de la cabeza una duda que lo venía atormentando sobre su hijo: "¿Y qué si no soy el indicado para ser su padre?"
En su cuarto, Clark comenzó a llorar. No entendía lo que le estaba ocurriendo ni por qué. Su cuerpo había sanado sorpresivamente rápido y de un momento para acá, podía ver mejor que antes, descubriendo detalles minúsculos en las cosas que lo rodeaban, tanto que casi parecía que pudiera ver a través de ellas. Y no sólo eso. También podía escuchar con claridad prístina cada sonido: el zumbido de las abejas del panal que colgaba del árbol sembrado atrás del granero, el tranquilo respirar de los caballos que descansaban en el establo situado al lado del silo y las voces de sus padres en la planta baja. Fueron sus palabras las que desataron su llanto. Podría no entender muchas cosas, pero si que las personas de allí abajo, aquellas a las que tanto amaba, no eran sus padres.
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