En sala de urgencias
"¡Peter Joseph Ross!" gritó el hombre de gruesa constitución que se abrió paso por los pasillos del hospital hasta la camilla de la sala de emergencias, donde un golpeado niño contemplaba con lágrimas en los ojos, el yeso que cubría su brazo derecho. El hombre se detuvo a su lado con una expresión de furia tal, que basto para hacer que el niño olvidara que el acetaminofén no había conseguido mitigar del todo el dolor que la fractura la produjo. "¿En qué lio te has metido esta vez?"
"Perdón, papá… no fue mi culpa", dijo tímidamente el niño sin siquiera levantar la mirada.
Una enfermera se acercó al hombre y se lo llevó para que llenara algunos formatos y pudiera llevarse al niño a casa. De nuevo, lagrimas enlagunaron los ojos de Pete, pero esta vez no eran causadas por el dolor físico de su lesión, este era un dolor que ninguna analgésico le iba a quitar.
"Hola", escuchó saludar a una delicada voz, tan dulce que Pete podría compararla con la voz de un ángel, claro, si conociera la voz de los ángeles. Frente a él, una niña de cabellos dorados que no le llegaban a los hombros debido al corte que llevaba, preguntó apuntando al yeso: "¿Cómo te hiciste eso?".
"Me tropecé con…", Pete se enderezó y decidió impresionar a la niña contando su propia versión de los hechos: "un sujeto enorme, como de dos metros, vino corriendo hacia mí con mala cara, pero yo lo enfrente y…"
"Oh, vaya… escuché que fue durante un juego en el cole, que tropezaste con uno de tus amigos, que no es más viejo ni más alto que tú o que yo", interrumpió la niña con una sonrisa maliciosa, deleitada en el placer de desenmascarar a ese pequeño y agradable mentiroso.
Pete la miró con sospecha. ¿Cómo podía saber tanto de eso si nunca antes la había visto? "¿Quién eres tú?".
"Me llamo Chloe, vine de Metrópolis con mi mamá, estamos visitando a mi tío".
¿Metrópolis? Esa era la ciudad metropolitana de mayor renombre y crecimiento en la costa este y quedaba a varias horas de distancia en carro. El año pasado Pete y sus padres habían ido allá a una de esas "cosas de adultos" que no se molestaron en explicarle. Como sea, le dio la oportunidad de conocer los edificios más altos que había visto en su corta vida. "¿Y qué haces por acá, Chloe?".
"Vamos a mudarnos aquí, así que mi mamá me dejó al cuidado de mi tío mientras visita algunas casas donde podamos vivir".
"¿Y quién es tu tío?", preguntó con curiosidad mientras la niña sacaba un marcador de una mochila rosa que colgaba de su hombro. Pete adivinó cuál era la intención de la pequeña y no se molestó en evitarlo. Ella respondió a su pregunta mientras garabateaba su nombre en el blanco yeso virgen que le cubría el brazo.
"Es el doctor que te atendió. Me contó lo que ocurrió y a él se lo contó el enfermero que te trajo desde el cole. Tengo que estar muy pendiente de esa clase de detalles, ¿sabes?, si es que quiero ser una buena reportera cuando crezca… no, permíteme corregir: no una buena reportera, sino la mejor", recalcó con absoluta confianza.
Pete contempló el nombre en su yeso. Ya no le dolía el brazo y concluyó que eso, tener la oportunidad para conocer a esta pequeña, era lo mejor que le había ocurrido en la vida. Y todo gracias a Clark.
"Por cierto, creo que querrás saber… mi tío salió hace unos minutos luego que lo llamaran de urgencia. Me dejó al cuidado de la enfermera que se llevó a tu padre y ella me dijo que la esperara aquí… como sea, mi tío me contó antes de irse, que tenía que ir a ver a un niño que fue arrollado por un toro gigante. El mismo niño que te fracturó a ti. ¿Cómo te parece? Qué cosas pasan en este pueblo".
Pete salió de su ensueño con el impacto de la noticia. "¡Dios mío!", pensó: "¡Clark!".
"¡Peter Joseph Ross!" gritó el hombre de gruesa constitución que se abrió paso por los pasillos del hospital hasta la camilla de la sala de emergencias, donde un golpeado niño contemplaba con lágrimas en los ojos, el yeso que cubría su brazo derecho. El hombre se detuvo a su lado con una expresión de furia tal, que basto para hacer que el niño olvidara que el acetaminofén no había conseguido mitigar del todo el dolor que la fractura la produjo. "¿En qué lio te has metido esta vez?"
"Perdón, papá… no fue mi culpa", dijo tímidamente el niño sin siquiera levantar la mirada.
Una enfermera se acercó al hombre y se lo llevó para que llenara algunos formatos y pudiera llevarse al niño a casa. De nuevo, lagrimas enlagunaron los ojos de Pete, pero esta vez no eran causadas por el dolor físico de su lesión, este era un dolor que ninguna analgésico le iba a quitar.
"Hola", escuchó saludar a una delicada voz, tan dulce que Pete podría compararla con la voz de un ángel, claro, si conociera la voz de los ángeles. Frente a él, una niña de cabellos dorados que no le llegaban a los hombros debido al corte que llevaba, preguntó apuntando al yeso: "¿Cómo te hiciste eso?".
"Me tropecé con…", Pete se enderezó y decidió impresionar a la niña contando su propia versión de los hechos: "un sujeto enorme, como de dos metros, vino corriendo hacia mí con mala cara, pero yo lo enfrente y…"
"Oh, vaya… escuché que fue durante un juego en el cole, que tropezaste con uno de tus amigos, que no es más viejo ni más alto que tú o que yo", interrumpió la niña con una sonrisa maliciosa, deleitada en el placer de desenmascarar a ese pequeño y agradable mentiroso.
Pete la miró con sospecha. ¿Cómo podía saber tanto de eso si nunca antes la había visto? "¿Quién eres tú?".
"Me llamo Chloe, vine de Metrópolis con mi mamá, estamos visitando a mi tío".
¿Metrópolis? Esa era la ciudad metropolitana de mayor renombre y crecimiento en la costa este y quedaba a varias horas de distancia en carro. El año pasado Pete y sus padres habían ido allá a una de esas "cosas de adultos" que no se molestaron en explicarle. Como sea, le dio la oportunidad de conocer los edificios más altos que había visto en su corta vida. "¿Y qué haces por acá, Chloe?".
"Vamos a mudarnos aquí, así que mi mamá me dejó al cuidado de mi tío mientras visita algunas casas donde podamos vivir".
"¿Y quién es tu tío?", preguntó con curiosidad mientras la niña sacaba un marcador de una mochila rosa que colgaba de su hombro. Pete adivinó cuál era la intención de la pequeña y no se molestó en evitarlo. Ella respondió a su pregunta mientras garabateaba su nombre en el blanco yeso virgen que le cubría el brazo.
"Es el doctor que te atendió. Me contó lo que ocurrió y a él se lo contó el enfermero que te trajo desde el cole. Tengo que estar muy pendiente de esa clase de detalles, ¿sabes?, si es que quiero ser una buena reportera cuando crezca… no, permíteme corregir: no una buena reportera, sino la mejor", recalcó con absoluta confianza.
Pete contempló el nombre en su yeso. Ya no le dolía el brazo y concluyó que eso, tener la oportunidad para conocer a esta pequeña, era lo mejor que le había ocurrido en la vida. Y todo gracias a Clark.
"Por cierto, creo que querrás saber… mi tío salió hace unos minutos luego que lo llamaran de urgencia. Me dejó al cuidado de la enfermera que se llevó a tu padre y ella me dijo que la esperara aquí… como sea, mi tío me contó antes de irse, que tenía que ir a ver a un niño que fue arrollado por un toro gigante. El mismo niño que te fracturó a ti. ¿Cómo te parece? Qué cosas pasan en este pueblo".
Pete salió de su ensueño con el impacto de la noticia. "¡Dios mío!", pensó: "¡Clark!".
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