Ir al contenido principal

Superman - Capítulo 9 (adicional)

Esos primeros pasos

Barón estaba plácidamente echado en medio de la plantación de maíz, retozando luego de haber correteado durante varios minutos algunos cuervos que revoloteaban por el lugar, cuando un suave ronroneo alertó sus sentidos. Levantó primero una oreja para escuchar mejor, luego levantó la cabeza y seguidamente se paró en sus cuatro patas. Algo acababa de entrar en sus dominios.

La limusina cruzó el portal de entrada de la granja, lentamente recorrió el corto sendero que pasaba cerca al granero, en camino a la casa de dos pisos que fuera construida años atrás por el padre del propietario actual. El lujoso vehículo desentonaba con el aire campirano de la granja y alarmó a un grupo de gallinas que pasaban despreocupadas por el sendero, antes de parquear frente a la puerta de la casa, donde por fin detuvo el casi imperceptible ronronear de su motor. El conductor, un sujeto de estatura baja con traje oscuro y corbata, descendió para abrir la puerta de su pasajero, un hombre joven vestido con una combinación de colores que un crítico de moda calificaría como “extravagante con un toque vulgar”. La cereza del pastel o de la vestimenta en este caso, estaba representada en la gorra que llevaba en su cabeza con el emblema de los Tiburones de Metrópolis. Se sacudió levemente la chaqueta amarilla con cuadros violetas y se prestaba a llamar a la puerta cuando los ladridos de un perro Labrador de brillante melena marrón lo distrajeron.

El canino todavía jadeaba por la carrera que había tenido que pegar para llegar hasta allí para alertar a sus amos sobre la presencia de este intruso. Su enérgico ladrar solo cesó cuando la gran Señora abrió la puerta. Sin perder de vista a aquel extraño, se acomodó a su lado, mostrando sus colmillos como advertencia.

“Buenos días señora”, saludó el joven con una exagerada sonrisa a la mujer que le abrió la puerta, manteniendo la distancia para no enfadar más a aquel enorme perro. “Estoy buscando a Clark Kent”.

“Mi hijo se encuentra en el granero”, respondió Martha, correspondiendo con una sonrisa al saludo de aquel extraño a quien, por conversaciones con su hijo, reconocía como el joven del incidente del puente. “Si gusta esperar, iré a llamarlo…”

“No se preocupe, señora. Vimos el granero de camino aquí. Si no le molesta, yo mismo iré a buscarlo”, dijo el joven, retirándose antes de que Martha pudiera replicar y dejándola con la inquietud de qué podría estar haciendo ese hombre allí. Lo más importante, puso distancia segura entre él y el enorme perro que no dejaba de mirarle con desconfianza.

Como todas las tardes, luego de terminar las tareas de la escuela, Clark ocupaba su tiempo ayudando con los quehaceres de la granja. Como tal, se encontraba arrumando pacas de heno, lanzándolas desde abajo hasta el segundo piso del granero. Al escuchar la limusina bajar por el camino principal y recorrer el sendero hasta la casa, observó fijamente a los muros del granero, en dirección a la casa, aguzando la vista y el oído. Atento a la breve conversación que el extraño sostuvo con su madre, dejó de lanzar las pacas y esperó su llegada.

“¿Clark Kent, estas aquí?”, preguntó aquel joven desde la puerta del granero.

Clark se acercó a la puerta, se sacudió algo de heno que tenía en su camiseta azul y extendió su mano derecha para saludarlo.

“Veo que ya le dieron de alta”, dijo al tiempo que el visitante extendía la mano para corresponderle el saludo. “Me alegra ver que se encuentra mejor”.

“Finalmente. Creí que nunca me dejarían salir”, respondió sin mucho ánimo. “Ya voy de regreso a Metrópolis, pero no quería irme sin despedirme y agradecerte de nuevo por haberme salvado la vida y por tus visitas mientras estuve en el Hospital. De no ser por ti, habría muerto de aburrimiento”.

“No hice nada que cualquier otro en mi lugar no hubiera hecho”, replicó con humildad.

“Yo no estaría tan seguro”, dijo pensando en sí mismo. “Gracias a ti, tengo una segunda oportunidad, un nuevo comienzo, un futuro por delante. Eres un buen muchacho Clark, no dejes que la vida cambié eso”.

Clark acompañó al hombre hasta la enorme limusina estacionada frente a la casa. El conductor esperaba de pie junto a ella y cuando los vio acercarse, abrió la puerta de atrás para facilitar el ingreso a su pasajero.

“Parece que no conducirás de regreso”, comentó Clark.

“Es cosa de mi padre. Creo que teme que su único hijo no pueda cuidarse por su cuenta y que sin mí, el apellido de la familia desaparezca”, respondió. Clark intuyó que tenía problemas de comunicación con su padre pero no quiso aventurarse a comentar nada al respecto, no le conocía tanto como para eso.

Agobiado por el calor del verano, el joven se quitó la gorra. Pasó un pañuelo por su cabeza calva para secar el sudor en su cabeza y mirando aquel trapo ya usado, lo entregó al conductor, que le entregó a cambio uno nuevo y sin usar.

“¿Dijeron los doctores algo más sobre tu perdida de cabello?”, preguntó Clark.

“No fueron muy optimistas. La reacción alérgica que tuve fue bastante fuerte y no pudieron hacer mucho para evitar que se cayera por completo, lo que por cierto no le causó mucha gracia a mi padre. Ya tengo agendadas citas con los mejores médicos de Metrópolis para ver si pueden curarme y estoy seguro que lo harán, son los mejores, pero también estoy seguro que me fastidiarán durante meses con tratamientos y terapias. Es una suerte que no te pasara lo mismo”.

“Mi familia ha vivido mucho tiempo en estas tierras, debo haber heredado algo de inmunidad”, se apresuró a comentar Clark al detectar cierto dejo de sospecha en el tono de voz del joven.

“Bien por ti, pero mejor cuídate de volver a nadar en esas aguas. Los abogados de mi padre radicaron una demanda contra la ciudad, sospechan que esta supuesta reacción alérgica pudo ser causada por el agua del rio, contaminada con químicos de dudosa procedencia”.

“¡Sería terrible si eso fuera cierto!”, exclamó Clark escandalizado. Las consecuencias de algo así afectarían a todos los granjeros en Smallville, su familia entre ellos.

“Si me enteró de algo más te lo haré saber, ahora debo irme. Si alguna vez vas a Metrópolis en busca de trabajo, búscame. No imaginas la cantidad de puertas que pueden abrírsete en esa ciudad sólo por ser amigo de Lex Luthor”.

De nuevo estrechó la mano de Clark y subió al auto.

“Acelera ya Otis”, le dijo al conductor cuando ya habían salido de la granja de los Kent. Miró su reflejo en el vidrio polarizado de la ventana, frunció el ceño al contemplar su cabeza calva. “Quiero estar lejos de este maldito pueblo cuanto antes y olvidar que alguna vez tuve la desgracia de cruzar por aquí”.

Luego que la limusina abandonó los predios de la granja, Clark fue con su madre. Ella le esperaba de pie en el portón de la puerta principal de la casa. El muchacho estaba pensativo, las acusaciones de Lex Luthor sobre la contaminación del rio daban vueltas en su cabeza.

“Necesito hablar con Pa”, dijo a su madre y en un suspiro, desapareció.

Jonathan terminó de descargar las estacas que había comprado esa mañana en el pueblo y se recostó contra el platón de su vieja camioneta roja. Se sentía agotado y le faltaba el aire. Se limpió el sudor de la frente con un viejo paño. Esperó algunos minutos para recuperar el aliento y cuando se prestaba a levantar una de las estacas de metro y medio de largo, una mano amiga se adelantó y la levantó por él.

“Debiste avisarme que ibas a reparar la cerca”, reclamó Clark. “No creo que a Mamá le agrade saber que estás haciendo tanto esfuerzo”.

“Estoy bien, hijo. He reparado cercas como esta desde antes que tu nacieras”, respondió Jonathan, esforzándose por ocultarle su agotamiento a sabiendas que eso era imposible.

“De todas formas déjame ayudarte”, dijo Clark, clavando la estaca en el piso sin más herramienta que sus propias manos. Clavó dos más a unos dos metros de distancia, mientras su padre acercaba el alambre de púas para completar el trabajo. “Acabo de enterarme de algo que me tiene preocupado, Pa. ¿Has escuchado que haya contaminación por químicos en el rio Elbow?”, preguntó sin dar rodeos.

El viejo granjero dejó el alambre en el piso y miró al horizonte antes de contestar.

“Se han escuchado muchos rumores desde que WheatKing inició operaciones al otro lado del pueblo, pero nada que se haya podido probar”, dijo finalmente.

Jonathan se hizo a un lado mientras Clark extendía el alambre y lo aseguraba con clavos en las estacas usando sus dedos como martillo. Jonathan, que no dejaba de asombrarse con las habilidades especiales de su hijo, recordó algo más que podría estar relacionado con la inquietud de Clark y decidió mencionarlo, especialmente porque conocía bien a su vecino y tenía la certeza que Ben Hubbard no andaría por allí comentando chismes sin fundamento.

“Hace unas semanas, Ben me comentó que las reses de algunas granjas cercanas al rio enfermaron. Hubo quejas y demandas, pero luego los vecinos se retractaron, no se sabe aun porqué. Pueda que no pudieran demostrar que hubiese sido causado por beber agua del rio o que les hayan pagado o aún peor, amenazado, pero esas ya son especulaciones de mi propia cosecha”.

“Eso es grave”, comentó Clark en tanto que unía el alambre de remiendo con el de la cerca original, terminando así la reparación sin una sola gota de sudor en su frente.

“Es muy grave hijo, pero los del ayuntamiento parecen estar muy contentos con los beneficios económicos obtenidos de la venta de fertilizantes e insumos provistos por WheatKing, como para querer hacer algo al respecto”, replicó Jonathan con cierta tristeza.

Clark se quedó pensando un poco. Luego, ayudó a recoger las herramientas que Jonathan pensaba usar para reparar la cerca y subió a la camioneta con su padre, de regreso a casa. Esa tarde compartieron una deliciosa cena preparada por Martha, comentaron la visita de agradecimiento que recibieron y jugaron una partida de Scrabble. Luego se fueron a dormir, aunque Clark tardó un poco más para conciliar el sueño de lo que acostumbraba, contemplando la noche a través de la ventana de su cuarto, pensando, observando y planeando.

Dos noches después, una enorme Luna llena inundaba con su luz el cielo nocturno iluminando los campos de Smallville. En los alrededores del rio Elbow, a unos cinco kilómetros al sur del puente Loeb, en uno de los muchos caminos solitarios de su ribera, un camión cisterna se desplaza sin luces. Con dificultad maniobra por entre la trocha del camino y acerca la parte trasera del vehículo tanto como puede al borde del rio. Otra camioneta que parece servirle de escolta, se estaciona delante. Desde la comodidad de su cabina, el conductor de la camioneta observa mientras un hombre vestido con un overol trajinado y viejo desciende del camión, va hasta la parte trasera del mismo y en la parte baja del tanque instala, en uno de sus tubos para desagüe, una gruesa manguera. La extiende y arroja al agua, donde cae sin mucho alboroto. Gira la llave que abre el paso a la descarga y acto seguido, una sustancia espumosa de color verde comienza a fluir del camión hasta las aguas del rio.

“Los rumores son ciertos”.

El hombre de la camioneta baja y se acerca al otro. Lleva en su camisa el logo de Whealing, el nombre de la subsidiaria local de WheatKing que distribuye fertilizantes y otros productos químicos a los granjeros.

“Termina pronto aquí”, le dice al hombre del overol. “Alguien de mucho peso en Metrópolis está presionando para que se investiguen vertimientos de químicos al rio. Tendremos que buscar otro lugar para deshacernos de esta basura, por lo menos hasta que… las aguas se calmen”.

Y dicho esto, regresa a la camioneta y se retira del lugar.

“No van a calmarse pronto, no después de hoy”.

El hombre del overol termina su sucio trabajo, recoge la manguera y sube al camión. Se quita los guantes, enciende el motor, mueve la palanca de cambios y acelera, pero el camión no se mueve.

“No te irás”.

El hombre del overol acelera un poco más, pero no consigue que el camión se mueva. Molesto, apaga el motor. Seguramente las llantas traseras han caído en algún pozo de barro que hace que patinen sin conseguir tracción.

“Ya veremos si no se mueve”, piensa. Baja del camión y con unas cuantas zancadas llega hasta las llantas traseras. Para su sorpresa, están apoyadas sobre tierra firme, como lo comprueba al golpear con sus botas el terreno alrededor de ellas. Da la vuelta al camión para revisar las llantas del otro lado con igual resultado. “¿Qué significa esto?”, se pregunta.

Al observar con más atención, descubre huellas de zapatos que no son las de sus botas. Hay alguien merodeando, un potencial testigo, concluye. Mete presuroso la mano en el bolsillo de la pierna derecha y saca una linterna. Hace lo mismo con el bolsillo de la pierna izquierda y de allí extrae una pistola de cañón corto. Presiona suavemente el gatillo y comienza a seguir las huellas alumbrando con la linterna. No preguntará nada, no avisará. Tan solo disparará a quien sea que esté allí y se irá. Es todo.

“¡Está armado!”.

Camina sigilosamente bordeando el camión, sigue con cuidado las huellas que comienzan a alejarse hacia los árboles, pero a unos pasos del camión, desaparecen. Está desconcertado, no entiende qué ocurre pero percibe una sombra a sus espaldas, parece que el merodeador quiere sorprenderlo. Ya aprenderá…

El hombre del overol voltea rápido y dispara su pistola sin vacilación. Dos disparos consecutivos con pulso firme. Cuando el eco de las detonaciones finalmente se desvanece en el silencio de la noche, descubre que hizo los disparos al vacio, que no hay nadie en el lugar al que tan presurosamente apuntó. ¿Serán acaso los nervios que le están jugando una mala pasada? Baja el arma y da vuelta. Entonces, descubre frente a él a un hombre alto, con el rostro cubierto con un pasamontaña oscuro. Intenta levantar su arma pero no es lo suficientemente rápido. El hombre misterioso mueve ligeramente su brazo derecho golpeándolo en el pecho con tal fuerza, que lo envía volando hasta el camión, donde se estrella contra la puerta del lado del copiloto, perdiendo el conocimiento por cuenta de la contusión.

Cuando el hombre del overol abre nuevamente los ojos, descubre que quien lo auxilia no es otro que el mismísimo Comisario en jefe de la policía de Smallville.

“Dan, amigo, tienes mucho que explicar”, le dice Ethan, triste al descubrir que uno de sus protegidos está aparentemente involucrado con la contaminación del rio.

A lo lejos, más allá de los árboles, a la mitad del puente Loeb, el “merodeador” del pasamontaña observa como la policía arresta al hombre del overol.

“Está hecho”, piensa.

Se quita el pasamontaña y deja ver una gran sonrisa, satisfecho con un trabajo bien hecho. Tuvo algo de miedo cuando vio el arma pero supo resolverlo con un poco de velocidad. Todavía tenía que practicar el uso de su fuerza, una cosa era sujetar un camión cisterna para evitar que arrancara y otra diferente golpear a un ser humano. Un poco más de potencia en ese golpe y ese hombre pudo no levantarse de nuevo. Por ahora, sin embargo, no quedaba más por hacer. Otro poco de supervelocidad y Clark Kent pasó el resto de la noche durmiendo en su cama.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Es cosa del destino

La mañana era fría, gris. Una mañana propia de invierno aun cuando se suponía que era verano. El ambiente invitaba a la melancolía o a la depresión, cualquiera de ellas. La afortunada sería la que primero lo alcanzara, mientras caminaba con paso apurado desde el paradero de bus hasta la oficina. Ese no sería un trayecto largo si se le midiera en línea recta, pero no es esa usualmente la distancia más cercana entre dos puntos, especialmente cuando hay una autopista de múltiples carriles de por medio. Un puente peatonal sobre la autopista resultaba ser la única forma segura de salvar semejante obstáculo, lo que aumentaba considerablemente la distancia a recorrer, tanto por la extensa rampa de acceso, como por la diagonal que trazaba de un extremo al otro. Caminó hacia el puente sin aminorar el paso, el mismo paso acelerado con que atacaba toda distancia que lo separara de su meta de turno. Esa era su rutina de cada día. Este, sin embargo, no sería un día como cualquier otro. El destino s

Escritubre Día 7

Todo por ese pequeño detalle Viernes por la mañana. Andrea estacionó su auto compacto amarillo y bajó para acercarse a la reja enorme que cubría el portal de entrada. A menos que estuviera relacionado con iglesias o salones de recepción, siendo una recién llegada a la ciudad desconocía la historia detrás de muchos de los lugares que pudieran considerarse “icónicos” y este tenía toda la pinta de ser uno de esos. Alta como para rozar las ramas de los árboles sembrados a cada lado y ancha lo suficiente como para permitir el paso de dos vehículos si fuera necesario, servía a su dual propósito de mantener fuera a los indeseados y protegidos a quienes estuvieran dentro. A la derecha, sostenido por un poste de metal, estaba una caja cerrada de donde provino una voz áspera. “¿Qué se le ofrece?”, preguntó. “Soy la planificadora de bodas, la wedding planner . Tengo una cita con…” La reja comenzó a abrirse antes que terminara su presentación. Andrea regresó a su auto y tan pronto cruzó por e

Escritubre Día 8

El cerrajero gruñón que soñaba con saltamontes bailarines Jadeaba sin aliento, sus pies tropezaban con todo a su paso en su desespero por alejarse de la música pero sin importar hacía donde corriera, el estruendo de las gaitas y los tambores parecía rodearlo. Cansado, se acurrucó en el piso suplicando que la noche le sirviera de cobertura. Cerró los ojos y contuvo la respiración hasta no aguantar más. Entonces, tal como ocurriera otras muchas veces, al abrir los ojos estaban allí, a su alrededor, bailando al son de la música que inundaba el claro. Miles y miles de saltamontes se contorsionaban al son de esa música estruendosa. Furioso, se puso de pie y sin cuestionarse de dónde salió, tomó un lanzallamas. Apretó el gatillo y una llamarada brotó de la boca de aquel instrumento de destrucción, chamuscando a unos cuantos cientos de bichos. La música cesó, los saltamontes dejaron de bailar, chillaron al unisono y se le abalanzaron encima, cubriéndolo, mordiendo y sofocándolo hasta... desp