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Superman - Capítulo 8

Su secreto revelado

El auto blanco con las insignias de la Policía estacionó afuera de la entrada de urgencias del Hospital General. Su conductor era el Comisario en jefe, Ethan Miller, llegaba allí luego de pasar por el puente Loeb, adonde acudió en respuesta a un reporte de accidente ocurrido sobre el mediodía. Smallville era un pueblo relativamente pequeño, fundado en 1831 por Ezra Small. Su economía giraba en torno a productos agrícolas como trigo, sorgo y soja, que se distribuían fácilmente a los estados vecinos gracias a que estaba situada estratégicamente en el centro del estado de Kansas, en el corazón de los Estados Unidos. Por esta misma razón, muchos viajeros pasaban por allí en camino a alguna otra ciudad, ya fuera del este o del oeste. El puente relacionado con el incidente precisamente formaba parte de la interestatal que conectaba al pueblo con esas ciudades y un rápido vistazo al auto accidentado, ya retirado del agua por un equipo de bomberos, le bastó a Ethan para concluir que debía pertenecer a uno de esos viajeros, probablemente algún niño rico que iba de paso. Por fortuna, el reporte indicaba que el conductor estaba fuera de peligro, al igual que la otra persona involucrada en el accidente, uno de los 45.001 habitantes del pueblo. Ethan conocía a la familia de aquel muchacho y en su camino al Hospital los llamó para ponerles al tanto de lo ocurrido.

Una vez hubo estacionado afuera del Hospital General, Ethan tomó su sombrero y entró por la puerta de Urgencias. Dentro le esperaba el médico encargado de la dirección del turno diurno de urgencias, uno de los doctores con mayor experiencia y trayectoria en el Hospital.

La sala de Urgencias contaba con divisiones que permitían acomodar múltiples camillas separadas unas de otras por cortinas verdes que deslizaban sobre rieles colgados del techo, proporcionando a cada paciente un poco de privacidad. Acostado en una de esas camillas, el Comisario y el doctor encontraron al conductor, un hombre joven pelirrojo. A pesar de los analgésicos todavía estaba consciente, así que Ethan pudo conversar un poco con él y actualizar sus notas. El registro médico que colgaba sobre la cabecera de la camilla indicaba que el hombre estaba físicamente bien en términos generales, con una leve concusión consecuencia del violento impacto contra los barandales del puente. Sin embargo, presentaba una fuerte reacción alérgica en la piel, de la que estaban investigando las causas para determinar el mejor tratamiento a seguir. Una enfermera entró para hacerle un raspado de piel para llevarlo a laboratorio y los dos hombres se despidieron, yendo a ver al otro muchacho.

Ethan corrió la cortina del habitáculo indicado por el doctor y se encontró cara a cara con un rostro conocido.

“Jonathan, supuse que te encontraría aquí”, dijo el Comisario extendiendo la mano para saludar.

Jonathan Kent respondió el saludo del Comisario y luego hizo lo propio con el doctor.

“Oscar, ha pasado tiempo”, dijo al estrechar la mano del galeno.

“Jonathan, esperaba verte pronto pero no en estas circunstancias. Has estado bastante descuidado con tus controles y ese corazón tuyo necesita revisarse”, respondió el doctor. Sacó del bolsillo izquierdo de su bata una pequeña linterna y revisó los ojos del paciente. “Veo que ya estas usando ropa limpia y seca, Clark”.

Clark asintió y atendió las instrucciones del médico, que le indicaba mirar en una dirección y otra, para checar sus reflejos.

“Todo parece estar bien por aquí”, concluyó Oscar Frye, guardando de nuevo su linterna.

“¿Ya podría irme, doctor?”, preguntó Clark.

“Pues no tienes ni tan siquiera un rasguño, así que no veo razón para que continúes aquí”, replicó el doctor. “¿Quién hubiera imaginado que un bebé tan débil y enfermo iba a convertirse en un muchacho tan sano, verdad Jonathan?”.

“Ciertamente”, respondió Jonathan abrazando a su hijo.

“Antes que se vayan, hay algo que quisiera aclarar con Clark”, dijo el Comisario.

“¿Acaso estamos en problemas, Ethan?”, preguntó Jonathan preocupado.

“¿Problemas? Claro que no, solamente quiero contrastar un par de detalles en la declaración que Clark hizo hace un rato, cuando lo admitieron en Urgencias”.

El Comisario sacó su libreta de anotaciones, dio un paso al frente, Oscar y Jonathan se hicieron a un lado. Clark continuaba sentado sobre la cama, aparentaba calma pero por dentro sentía que el estomago se le revolvía. No le gustaba mentir y tener que hacerlo para mantener su “secreto” era algo que siempre le agitaba los nervios. ¿Cuándo llegaría el día en que pudiera usar sus facultades especiales abiertamente sin tener que mentir al respecto?, se preguntaba.

“En tu declaración indicas que viste el auto romper la barrera de seguridad del puente y precipitarse al rio y que te arrojaste al agua para sacar al conductor”, dijo Ethan mientras repasaba sus anotaciones. “Antes de saltar, ¿viste a alguien más en el puente? ¿Otra persona estuvo cerca antes que el accidente ocurriera?”.

“No”, respondió Clark con toda certeza. “No había nadie más en el puente”.

“¿Qué sucede, Ethan?”, preguntó Jonathan inquieto.

“El conductor del auto asegura que atropelló a un muchacho pero no encontramos sobre el puente evidencia que lo corrobore”, respondió. “Tenemos un buzo en sitio buscando pero sinceramente no creo que encontremos nada. La verdad es que según el examen toxicológico, el conductor tenía tanto licor en la sangre que bien podría montar su propia destilería. Aún así, debemos confirmar su historia para estar seguros, por si acaso”.

Ethan escribió algo más en su libreta y la guardó en el bolsillo de su camisa. Hizo lo mismo con el lapicero de punta retráctil y se despidió satisfecho. Ya iba de retirada cuando se devolvió.

“Por cierto Jonathan, tu muchacho es un héroe. Si no se hubiera lanzado al rio a sacar a ese pobre desdichado, sin duda habría muerto ahogado”.

Y dicho eso, salió de la sala de Urgencias. Oscar también debía continuar con sus labores así que también se despidió de los Kent.

“Espero verte pronto por el consultorio”, le recordó a Jonathan antes de irse.

Ya estaba oscureciendo cuando la vieja camioneta Ford roja salió del centro de la ciudad, en camino de regreso a la granja. Jonathan tomó la solitaria variante que cruzaba cerca de los campos de pastoreo que otrora fueran de los Miller. Estuvo en silencio todo el tiempo, pensativo. De improviso, luego de pasar una gran valla que anunciaba la próxima construcción de un parque empresarial en esos campos, se orilló a un lado del camino y detuvo el motor de la camioneta.

“¿Qué sucede, Pa?”, preguntó Clark, que veía venir una reprimenda.

“Bajemos de la camioneta”, respondió Jonathan, abriendo su puerta.

Clark bajó y cruzó la carretera hasta alcanzar a su padre, que lo esperaba frente a aquellos campos. El cielo comenzaba a llenarse de estrellas titilantes, perfectamente visibles en ese ambiente libre de la contaminación acostumbrada en las grandes urbes. La Luna casi llena permitía ver con suficiente claridad la extensa llanura frente a ellos.

“Sé que debimos hablar de esto hace mucho hijo, pero supongo que es hora”, dijo Jonathan, repasando una y otra vez las palabras que iba a decir, rogando al cielo estar haciendo lo correcto. “¿Sabes que no eres nuestro hijo, verdad? Quiero decir, no nuestro hijo biológico. Tu madre y yo te amamos hijo, pero a estas alturas ya debes intuir que si fueras sangre de nuestra sangre no podrías hacer las cosas que haces”.

Clark sonrió.

“Lo sé, Pa. Lo supe cuando tenía cinco años y por accidente los escuché conversar en la cocina” dijo señalando su oído derecho. “No les dije nada porque aprendí que somos una familia y que ustedes son los únicos padres que querría tener”.

Una lágrima deslizó por la mejilla de Jonathan, que sentía su corazón palpitar emocionado.

“Gracias, hijo”, dijo pasando su brazo por sobre los hombros de Clark, que ya era un poco más alto que él. “Fue aquí donde te encontramos”, dijo finalmente.

“¿Me encontraron?”, preguntó Clark sorprendido. Desde el momento que supo que era adoptado, asumió que simplemente lo habían tomado de algún refugio del Bienestar, donde sus padres biológicos le habrían abandonado. ¿Qué significaba eso de que lo habían “encontrado” allí, en medio de los abandonados campos de los Miller?

“Tu madre diría que realmente fuiste tú quien nos encontró. Llegaste del cielo, hijo. Literalmente”, respondió Jonathan y señaló un hundimiento frente a ellos. “Aterrizaste por allá, en algo parecido a una nave en forma de estrella. Supongo que fue una suerte que tu madre y yo pasáramos por aquí en ese momento. Nos acercamos a ver qué era eso que había caído del cielo y allí estabas, cubierto en una manta roja y con esa sonrisa amplia tuya. Tu madre por supuesto, no dudo en tomarte en sus brazos”.

Jonathan recordó claramente ese día. La triste noticia del médico, la estela de humo y fuego que casi los golpea, la misteriosa capsula humeante y más que nada, al niño que salió de ella. Martha se abalanzó sobre él y lo tomó en sus brazos a pesar de las protestas de Jonathan mientras caminaban de regreso a la camioneta.

“Todos estos años, tan felices como hemos sido, he pedido al Señor que nos enviara un hijo”, dijo Martha abrazando fuertemente a aquel pequeño llegado de las estrellas.

Jonathan no iba a discutir con su esposa, sabía lo inútil que eso era cuando algo se le metía en la cabeza y sospechaba que algo ya se le había metido en la cabeza. Resopló, se quitó el saco y se remangó las mangas de la camisa. Todavía quedaba la tarea de cambiar la llanta para poder irse de allí y decidir qué hacer con el niño.

“Cariño, quieres acercarme ese trapo de allí”, pidió Jonathan señalando un trapo viejo que colgaba de la parte trasera de la camioneta. Ya había descargado la llanta de repuesto, ubicado el gato y quitado los pernos que sujetaban la llanta reventada. Estaba empapado en sudor por el esfuerzo.

“Tómalo con calma”, dijo ella acercándole el trapo. “Recuerda lo que dijo el Doctor Frye acerca de tu corazón”.

Jonathan se limpió el sudor de la frente y las manos, tomó aire para recuperar las fuerzas y continuó. Martha se preocupaba más de lo necesario, pensaba. Puso la cruceta a un lado y comenzó a quitar la llanta reventada.

“La primer cosa que debemos hacer cuando lleguemos a casa es averiguar en dónde está la familia de este niño”, dijo mientras pujaba.

“No tiene ninguna. No por estos lados, al menos”, replicó Martha.

“¿Estás pensando lo que creo que estas pensando?”, preguntó Jonathan sin querer saber la respuesta.

“Podríamos decir que es el hijo de mi prima en Dakota del Norte y que ha quedado huérfano”, dijo ella. “Jonathan, es tan solo un bebé”.

“Martha, recuerda cómo lo encontramos”, dijo señalando al campo de los Miller, donde aquella capsula extraña continuaba expuesta. Durante varios minutos el granjero intentó convencerla de devolverlo a la capsula y dejarlo allí, llevarlo al orfanato o entregarlo a alguien mas, quien fuera menos ellos, pero ella no parecía entender razones. “Martha Clark Kent, ¿estás escuchando lo que estoy diciendo?”.

Ella, también cansada de la situación, se le acercó, puso al niño en sus brazos y dio un paso atrás.

“Haz lo que tengas que hacer”, le dijo desafiante.

Jonathan miró al niño sin saber realmente qué hacer. Entonces el pequeño le abrazó y se sujetó de él con fuerza, mirándolo de vez en cuando sin dejar de sonreírle. El granjero sintió su corazón palpitar con euforia, fortalecido. Abrazó al niño con sus manos engrasadas y supo que no podría abandonarlo a su suerte en ese lugar o con alguien más y que su esposa había hecho lo correcto al recogerlo. Volvió a ponerlo en brazos de ella y le dio un beso en los labios a su esposa. Luego, aceptando que una vez más ella se había salido con la suya, regresó a terminar de cambiar la llanta.

La llanta parecía estar atascada, así que Jonathan hizo peso con su cuerpo para forzarla a salir, el gato se movió un poco saliendo de balance pero se mantuvo en su puesto hasta que finalmente la llanta cedió. Con algo de esfuerzo Jonathan la retiró del eje, la puso a un lado cerca a la llanta de repuesto y se secó el sudor con el viejo trapo, se sentía ahogado. Se sentó junto a la camioneta un momento para recuperar el aliento. Se distrajo viendo a su esposa corretear al niño, una imagen que no creyó vería luego de la visita de esa mañana. De repente, el pequeño se quedó quieto y lo miró. Jonathan escuchó algo como un “clap” y sintió que lo jalaban con fuerza.

El gato que sostenía la camioneta en el aire finalmente perdió su apoyo y la camioneta cayó con violencia. De no tener los tacos frenando las otras llantas, posiblemente habría rodado, pero aún así, Jonathan estaba tan cerca que de seguro el golpe le habría podido lastimar. Cuando pudo reaccionar, vio que estaba a unos metros de la camioneta, con el niño de pie a su lado. ¿Cómo era posible? Martha saltó a su lado sin entender del todo qué había ocurrido.

“¡Jonathan! ¿Estás bien?”, preguntó ella ayudándole a incorporarse.

Perplejo como estaba, seguía sin dar crédito a lo que veían ahora sus ojos. La camioneta se levantó varios centímetros, lo más increíble era que el niño la sostenía en alto con sus dos pequeñas manos mientras les sonreía, sin que siquiera parecía costarle algún esfuerzo semejante proeza.

Luego de cambiar la llanta, Jonathan llevó a su esposa y el niño a la granja. Llamó a un viejo amigo suyo, un nativo americano de la tribu Kawatche a quien le pidió ayuda para recoger "algo", con la condición de “no preguntar”. Joseph Willowbrook conocía a Jonathan de mucho tiempo atrás y aunque se sorprendió con la extraña naturaleza del objeto que recogieron, hizo lo prometido y no preguntó nada. Tampoco preguntó nada cuando unos años después, Jonathan nuevamente le pidió ayuda para sacar ese objeto de la granja y enterrarlo en las montañas, pero esa sería una historia para contar otro día.

Las cosas parecía que saldrían bien para los Kent, aun cuando tenían la incertidumbre de cómo proceder con la adopción, pero se complicaron unos días después cuando el niño enfermó. Dejó de sonreír, tenía problemas para respirar y su piel palideció adquiriendo un color blanquecino, casi transparente. Lo llevaron con el doctor Frye y le contaron que lo habían encontrado en el camino, pero no mencionaron nada de la capsula o de aquella increíble muestra de fuerza. Durante varios días el niño estuvo en cuidados intensivos sin mostrar signos de mejora y durante todo ese tiempo, Martha permaneció a su lado.

“No creo que sobreviva”, dijo Oscar a Jonathan una mañana, observando detrás de la ventana afuera de la sala de cuidados mientras Martha acariciaba dulcemente al niño enfermo.

“¿Podría ayudarnos a conseguir su adopción? Por favor”, suplicó el granjero.

“¿Cuál es el caso, Jonathan? Está muy enfermo y como te dije, no sobrevivirá”.

“Si así ha de ser, no quisiera darle sepultura a un niño sin nombre. Pero creo que la Providencia nos ha dado lo que la naturaleza nos ha negado. Estoy seguro que el niño vivirá, Martha se encargará de eso”, dijo Jonathan convencido.

“¿Qué nombre le pondrán?”, preguntó el doctor, conmovido.

“Clark Kent”, respondió Jonathan sin dudarlo.

Y fue así que a pesar del diagnostico y las pocas esperanzas, Martha no desfalleció. Día tras día acudía al Hospital, cargaba al niño, le cantaba canciones de cuna y le daba un paseo por el patio para que tomara un poco de sol. Poco a poco el niño fue tomando un poco de color en su piel, mejoró la respiración y lo mejor de todo, empezó a sonreír de nuevo.

“El doctor Frye dijo que fue un milagro que sobrevivieras. En recompensa por el esfuerzo de Martha, nos ayudó con Bienestar Familiar y así conseguimos legalizar tu adopción”, concluyó Jonathan.

Clark escuchó en silencio toda la historia, casi en shock.

“¿De dónde vine?”, preguntó finalmente.

Jonathan le miró con tristeza. No tenía cómo responder a eso.

“No lo sé hijo. Quizás fue nuestro gobierno o alguna otra nación la que te puso en esa capsula. Pero considerando tus habilidades especiales, las cosas que puedes hacer, uno podría pensar incluso que vienes de otro mundo”.

¿Otro mundo? Clark no había considerado esa posibilidad. Suponía que sus habilidades eran consecuencia de alguna mutación, un regalo de la naturaleza. Nunca hasta ahora había considerado la posibilidad de que quizás su nacimiento hubiera ocurrido en algún lugar allá arriba, entre las estrellas. Eso planteaba un millar de nuevas interrogantes. Pero por ahora se las guardó, no era el momento para resolverlas. Abrazó al hombre que lo había recogido, midiendo sus fuerzas para no lastimarlo. Jonathan sintió de nuevo el abrazo que recibiera de ese niño al que recogió en ese campo un día de junio y su corazón palpitó con la misma euforia de entonces.

“Pa, puede que no sepa de donde vengo, pero doy gracias por ti y por mamá. Gracias por permitirme encontrarlos”, le dijo entre sollozos.


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