Ir al contenido principal

Escritubre Día 2

Domingo soleado

Abrió los ojos a regañadientes para poder confirmar lo que el brillo y el calor en su rostro le anticipaban: había olvidado correr las cortinas y ahora la luz del sol le golpeaba el rostro al pasar sin impedimentos a través del vidrio manchado de la ventana. De mala gana se quitó las cobijas de encima pero le faltó fuerza para levantarse de la cama. Se quedó tendido mirando al techo mientras sus ojos perezosos recorrían la habitación hasta detenerse precisamente en la ventana.

Del otro lado se vislumbraba el paisaje urbano al que ya estaba acostumbrado. Desde el piso siete del edificio donde estaba ubicado su apartamento podía ver los techos de casas y edificios vecinos, autos pasar por la calle de enfrente, más de un peatón caminando o a trote, solos o acompañados bien de algún otro humano o mejor aún, de algún perro al que llevaba o no sujeto por una correa. En días normales, todas esas cosas se sucedían al tiempo en un número considerable, especialmente en cuanto a carros se refiere. Pero en días como este, ese número se reducía considerablemente, a pesar de lo soleado y despejado que se veía el cielo. Si, definitivamente los domingos ya no eran como cuando era pequeño, cuando esperaba con ansías para ir de paseo con sus padres y hermanas. Ahora ya mayor, solo anhelaba poder dormir hasta tarde, algo que rara vez conseguía.

Miro la hora en su teléfono celular.

“Maldita sea”, murmuró.

Cuando era joven y lleno de energía, solía pasar las noches de viernes y sábado de farra con algún grupo de amigos o colegas del trabajo. Ahora que era lo que se llama “un adulto responsable”, las pasaba (como la noche anterior) sentado frente a su computador, dándole sin cesar al teclado para terminar códigos y pruebas de un programa que su jefe tenía prometido entregar al cliente el lunes por la mañana. Unos años atrás eso no hubiera sido obstáculo para terminar e irse de fiesta, pan comido. Ahora, parecía que todo eso le tomaba más tiempo. No solo era que sus dedos ya no golpeaban ese teclado con la misma velocidad o que el código fuera más complejo, sino que eran mucho más las variables a considerar al programar, especialmente en lo que a seguridad se refería. Anteriormente podía entregar un programa sin preocuparse que alguien pudiera encontrar una “puerta trasera” o un “bug”, porque si eso ocurría simplemente lo reportaban y él lo corregía sin complicaciones. No, ahora si alguien lo encontraba, muy seguramente lo explotaba, lo aprovechaba para hackear el sistema o ridiculizarlo en redes. “Un usuario malintencionado” les llamaban los amigos de Microsoft cada que publicaban algún parche de seguridad. Así que ahora todo tomaba más tiempo, rodeando el núcleo del programa de capa sobre capa de validaciones y consideraciones, algunas de ellas incluso improbables y otras un tanto redundantes, para prevenir cualquier “maldita sea”, como solía referirlo su jefe. Tan era la paranoía que ya ni siquiera permitían el trabajo remoto.

“Si tú puedes entrar desde casa, cualquier otro podría”, solía decir Andrea, la niña encargada de seguridad para justificar el bloqueo al acceso remoto, así se considerara como seguro en todo el mundo mediante el uso de VPNs y otros sistemas informáticos de siglas tramadoras. Y como ella era quien tenía la ultima palabra en esos temas, equívocada o no, no quedaba mucho por discutir al respecto.

Reunió la energía necesaria para levantarse, darse una ducha y vestirse para salir. ¿Qué estuviste hasta el amanecer la noche anterior? Que importa. ¿Qué es un domingo soleado? Y eso qué. Hay que cumplir. Si por lo menos fuera un día menos soleado, con nubes de lluvia cubriendo el cielo… Eso por supuesto no lo haría menos difícil, pero al menos tendría el tonto y egoísta consuelo de que otros tampoco podrían aprovecharlo para hacer sus “cosas” de domingo.

El teléfono móvil vibró sobre la mesita de noche. Se estiró para alcanzarlo y mirar quien llamaba. Era su jefe. “¿Y ahora qué?”, pensó seguido de otro “maldita sea”.

“¿Ya saliste de casa?”, preguntó su jefe, a lo que respondió con un lacónico “no señor”. “Que bien”, replicó él. “Me acaban de llamar los de seguridad. Parece que hubo una sobrecarga en el sector esta mañana y están sin energía. Todos los malditos servidores están apagados y los de la empresa de energía no saben cuánto les tomara arreglarlo. Ya estoy llamando para aplazar la entrega de mañana y como salgo de viaje, no podremos agendarla para antes del viernes o lunes de la próxima semana. Así que quedate en casa y disfruta del domingo, que por acá pinta espectacular. Nos vemos mañana en la oficina”.

Colgó el teléfono y lo dejó de nuevo en la mesa. Se quedó sentado mirando por la ventana, vestido, arreglado y “alborotado”, como decían las abuelas. Efectivamente era un día soleado, espectacular, sin asomo de nubes de lluvia. Y lo mejor, ya no tenía que ir a la oficina. Nada le impedía ahora quedarse en casa durmiendo, reponiendo las horas de sueño que le faltaron. Pero con un día como ese, ¿cómo desaprovecharlo así? Una mueca semejante a una sonrisa se esbozó en su rostro seguido de otro “maldita sea”.

Si por lo menos fuera un día lluvioso y gris para tener un pretexto de meterse en la cama...


Reto original publicado en https://www.youtube.com/watch?v=fXURasrrLJk&t=81s

Comentarios

Entradas populares de este blog

Es cosa del destino

La mañana era fría, gris. Una mañana propia de invierno aun cuando se suponía que era verano. El ambiente invitaba a la melancolía o a la depresión, cualquiera de ellas. La afortunada sería la que primero lo alcanzara, mientras caminaba con paso apurado desde el paradero de bus hasta la oficina. Ese no sería un trayecto largo si se le midiera en línea recta, pero no es esa usualmente la distancia más cercana entre dos puntos, especialmente cuando hay una autopista de múltiples carriles de por medio. Un puente peatonal sobre la autopista resultaba ser la única forma segura de salvar semejante obstáculo, lo que aumentaba considerablemente la distancia a recorrer, tanto por la extensa rampa de acceso, como por la diagonal que trazaba de un extremo al otro. Caminó hacia el puente sin aminorar el paso, el mismo paso acelerado con que atacaba toda distancia que lo separara de su meta de turno. Esa era su rutina de cada día. Este, sin embargo, no sería un día como cualquier otro. El destino s

Escritubre Día 7

Todo por ese pequeño detalle Viernes por la mañana. Andrea estacionó su auto compacto amarillo y bajó para acercarse a la reja enorme que cubría el portal de entrada. A menos que estuviera relacionado con iglesias o salones de recepción, siendo una recién llegada a la ciudad desconocía la historia detrás de muchos de los lugares que pudieran considerarse “icónicos” y este tenía toda la pinta de ser uno de esos. Alta como para rozar las ramas de los árboles sembrados a cada lado y ancha lo suficiente como para permitir el paso de dos vehículos si fuera necesario, servía a su dual propósito de mantener fuera a los indeseados y protegidos a quienes estuvieran dentro. A la derecha, sostenido por un poste de metal, estaba una caja cerrada de donde provino una voz áspera. “¿Qué se le ofrece?”, preguntó. “Soy la planificadora de bodas, la wedding planner . Tengo una cita con…” La reja comenzó a abrirse antes que terminara su presentación. Andrea regresó a su auto y tan pronto cruzó por e

Escritubre Día 8

El cerrajero gruñón que soñaba con saltamontes bailarines Jadeaba sin aliento, sus pies tropezaban con todo a su paso en su desespero por alejarse de la música pero sin importar hacía donde corriera, el estruendo de las gaitas y los tambores parecía rodearlo. Cansado, se acurrucó en el piso suplicando que la noche le sirviera de cobertura. Cerró los ojos y contuvo la respiración hasta no aguantar más. Entonces, tal como ocurriera otras muchas veces, al abrir los ojos estaban allí, a su alrededor, bailando al son de la música que inundaba el claro. Miles y miles de saltamontes se contorsionaban al son de esa música estruendosa. Furioso, se puso de pie y sin cuestionarse de dónde salió, tomó un lanzallamas. Apretó el gatillo y una llamarada brotó de la boca de aquel instrumento de destrucción, chamuscando a unos cuantos cientos de bichos. La música cesó, los saltamontes dejaron de bailar, chillaron al unisono y se le abalanzaron encima, cubriéndolo, mordiendo y sofocándolo hasta... desp