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Escritubre Día 1

La niña de nueve años que heredó la funeraria de sus padres y decidió administrarla

Leonora miró por la ventana con sus ojos cansinos. Ochenta años celebrados el sábado anterior y sus ganas de vivir no habían disminuido ni poquito, aunque su cuerpo arrugado y encorvado no siempre podía mantener el ritmo. Sonrió. El cielo del atardecer se tornaba rojizo, teñido con los destellos de un sol que se preparaba para retirarse por ese día y volver a la mañana del siguiente. Serán muchas las generaciones que todavía podrán contar con que “el sol siempre sale por la mañana”, pero ella no podía evitar irse a dormir con la incertidumbre de si llegaría a despertar por la mañana. Su sol interno se estaba apagando y era consciente de ello.

A lo largo de su vida había acompañado a muchas familias a dejar a alguno (a veces tristemente a varios) de sus familiares a su morada final, a ese lugar de “descanso eterno”. Curioso, no había nada menos “eterno” que una vida humana. Después de todo, la muerte era la única certeza con la que contamos desde ese día uno, desde el momento mismo que nacemos. Quizás la “eternidad” no estaba representada en el tiempo de vida de nuestro cuerpo material, sino en los recuerdos de las personas que nos sobreviven. Tal era el pensar de Leonora y como tal, sentía como responsabilidad suya el recordar a tantos como pudiera para que pudieran vivir un poco más en sus recuerdos. Era así que se había hecho habitual que le hablara a sus nietos de aquellas personas, de esas vidas a las que pudo acompañar.

Estaba el señor Kent. Periodista reconocido, sus notas editoriales nunca fueron aburridas y con fineza abordaba temas espinosos sobre injusticias, abusos y corrupción. Pero también encontraba espacio para resaltar las buenas obras, la bondad y esos momentos de instantes cotidianos que daban sentido a nuestra existencia. El buen señor Kent falleció un noviembre, muerte natural a una edad bastante avanzada, muchos años después que quedara viudo. A su esposa también la acompañó, Luisa se llamaba y fue periodista igual que él, con un estilo mucho más agresivo y mordaz.

A Luis se lo había llevado un cáncer de pulmón. En su juventud había sido un fumador constante, de los que sacaba el cigarrillo por la ventana de su carro mientras conducía y gritaba con ganas “Larga vida a su Santidad Pio VI” para expresar su dolor por la muerte de una persona a la que admiraba. El vicio lo dejó al llegar a los treinta y tantos para no dar mal ejemplo a sus nietos, pero eso no le ayudó a escapar a su destino. A fin de cuentas, nadie escapa al final.

Por supuesto estaban los que si escapaban del cáncer y vivían felices muchos años después, para encontrarse con la muerte mientras realizan alguna actividad rutinaria en la tranquilidad de su casa, como le ocurrió a Isabel. Ama de casa, buena conversadora y con un humor que (cuando estaba en sus días buenos) te sacaba una sonrisa sin falta. Ella vivía a unas cuadras del edificio de Leonora y su partida le tocó de forma personal, pues compartía con ella cada mañana en las salidas del grupo de tercera edad al que pertenecian. Estuvo con su familia durante ese último adiós y le sorprendió que el hijo mayor no llorara tanto como las hijas o el viudo. Le recordaba al personaje de la obra de Albert Camus, aquel extranjero juzgado porque la sociedad no podía soportar que no llorara la muerte de su madre. Se atrevió incluso a juzgarlo en silencio. Luego, antes que se llevaran el ataúd, cuando lo buscaba para que firmara unos papeles, le encontró en el baño, completamente destrozado. El le pidió un momento para recuperar la compostura y cuando salió, se disculpó con ella, cómo si acaso fuera culpable de algo. Le comentó que no quería que su padre y hermanas lo vieran en ese estado porque sentía que debia mostrarse firme como una roca ahora que su madre no estaba. Ella era la base sobre la que siempre se habían apoyado y ahora no les quedaba más que un vacio, sin nada en qué apoyarse. Leonora por supuesto le consoló, le recordó que su madre viviría por siempre en sus recuerdos y que ella seguiría siendo esa base firme, porque lo que bien se construye sobrevive al paso del tiempo. Casi siempre.

Christian, Paul y Heath vivían la vida a mil por hora y nunca se conocieron entre si. Sus vidas y muertes ocurrieron a diferentes fechas. La velocidad se llevó a Paul, durante una carrera de carros. Christian no estaba compitiendo pero también terminó sus días en un carro, un accidente desafortunado mientras conducía de regreso en compañía de su hermana. Ella sobrevivió afortunadamente, su madre no habría soportado enterrarlos a ambos. Y Heath, bueno, a pesar de todo su éxito, dinero y fama, la depresión pudo más y una sobredosis de medicamentos lo hizo abandonar el juego antes de tiempo. Jóvenes todos ellos, estrellas muy brillantes y como dijeran en esa película de Harrison Ford que Leonora vio acompañada de sus primos en su adolescencia, una vida brillante arde con fuerza y se apaga rápido.

Así, cada vez que se reunía con sus nietos recordaba historias como estas. Las alternaba, a veces confundía los nombres y ellos le corregían. A veces le daba la impresión de que ellos estaban cansados de sus relatos pero cuando pasaba tiempos si contarles alguno, eran precisamente ellos quienes pedían que les contara una nueva historia. Y ella lo hacía encantada. Pero sin importar cuántas historias contara, siempre le gustaba terminar con la de Francisco.

Pacho, como le llamaba su madre, se había convertido en su mentor, la había instruido en las minucias y vericuetos del “negocio familiar”. Durante años había sido el conductor de aquella limusina negra a la que todos miraban con respeto cuando la veían pasar. La muerte se le presentó como consecuencia de un aneurisma sufrido una tarde soleada mientras preparaba un asado para la familia. Estuvo inconsciente algunos días en una cama de hospital pero nunca despertó. Si alguna vez pensó en cerrar las puertas de su negocio fue esa. Pero de nuevo, mantenerlo abierto era su forma de asegurarle una vida “eterna”, de la misma forma que había hecho antes, cuando una tarde de marzo al regresar del colegio siendo niña fue recibida precisamente por Francisco, lo que era extraño porque esa era la tarea de su madre, aunque ella le insistiera una y otra vez que ya estaba “grande” y que no era necesario que bajara a esperarla. La limusina negra estaba estacionada afuera del edificio y no había señal de su madre, tampoco de su padre. Tan solo Francisco esperaba por ella en el lobby, con los ojos enrojecidos, señal que había llorado. Nunca hasta ese día y nunca después de ese día, vio llorar a su tío.

“Leo, hija…”, comenzó a decirle con voz temblorosa. “Yo… tus padres… Mi hermana y tu papá, ellos…”

Leonora no necesitó más que eso. A sus nueve años ya había visto ese dolor en las caras y voces de las diferentes personas que asistían casi a diario al “negocio” de la familia, el mismo que fue suyo a partir de ese día. Sus primeros “clientes” fueron sus padres, a quienes recordaba cada día y de quienes heredó la funeraria que decidió administrar y mantener como tributo a su amor, su entrega y su memoria.

Esa noche, Leonora cerró los ojos, celebrando su vida propia, la de sus padres, la de su tío, la de los Kent, Luis, Isabel, Christian, Paul, Heath, Antonio, Ana, Carrie, Jerry, Joe, Richard y Christopher, cómo olvidar a Christopher… Y así, la lista continuaba. Esa noche los celebró a todos y se durmió con una sonrisa. Al despertar, celebró de nuevo al encontrarlos a todos esperando para compartir con ella, por fin, de ese bien ganado descanso eterno.


Reto original publicado en https://www.youtube.com/watch?v=3Ycv0YvzCMo

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