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Superman - Capítulo 7

Un chico de Kansas

“¡Muy bien, equipo! Ese fue un gran juego”, gritaba el entrenador Arnold mientras los jóvenes jugadores del equipo de futbol americano salían de la cancha, pasando a su lado en su camino de regreso a la edificación donde estaban los camerinos y duchas. “Muy bien”, repetía una y otra vez.

Los Cuervos venían en una racha triunfadora y eran los actuales campeones del torneo intercolegial. La presión que esto ponía sobre los hombros de Arnold se reflejaba en la dureza de cada una de las prácticas del equipo de la secundaría Smallville, conformado por estudiantes de último año. El verano había sido particularmente caluroso esta temporada y estos entrenamientos al aire libre resultaban agotadores.

“Vamos, de prisa. ¡Vamos!”, continuaba gritando a sus jugadores.

El asistente de campo se acercó para compartir algunas observaciones con el entrenador. Arnold se volvió para llamar la atención del estudiante que, unos pasos atrás suyo, se encargaba de recibir los cascos a los jugadores.

“Apila los cascos con cuidado”, le dijo.

El muchacho asintió y continuó con su labor hasta que el último de los cascos le fue entregado. Acercó algunos otros elementos propios del entrenamiento y los apiló sobre una banca. Entretanto, un poco más allá, algunos de los jugadores que esperaban su turno para entrar a las duchas se quitaron las camisas y comenzaron a jugar con ellas, lo que no pareció simpatizarle mucho al entrenador.

“Recuerden traer esos uniformes bien lavados y limpios mañana, que parezcan un equipo de futbol”, les gritó agitando los brazos. “Traigan esa ropa lavada y limpia para el juego de mañana. ¡Vamos a vencer a la secundaria Mount Vernon!”.

Los jugadores replicaron efusivamente con gritos de entusiasmo e ingresaron a los camerinos.

El equipo de futbol no fue el único que intensificó su entrenamiento esa mañana de viernes con miras al debut en el torneo. El equipo de porristas de la secundaria también estuvo entrenando, repasando las coreografías y cantos con los que iban a alentar tanto a sus compañeros de clase en el campo como a los asistentes al evento. La capitana del equipo, una joven pelirroja a quien le combinaba muy bien el color rojo oscuro de su uniforme, era la encargada de llevar los pompones para guardarlos en bodega, mismo lugar al que iban a dar los implementos del equipo de futbol.

“¿Me das una mano?”, preguntó la pelirroja al muchacho que organizaba los cascos y que vestía una camisa tan roja como los cabellos de ella.

El muchacho atendió al llamado y fue corriendo a ayudarle con los pompones.

“No te molestes con eso, Lana”, dijo sonriente. “Los llevaré junto con el resto del equipo”.

“Gracias, Clark”, respondió ella, correspondiéndole con una amplia sonrisa.

Clark y Lana se conocían de mucho tiempo atrás, eran vecinos y estudiaron juntos la primaria y ahora eran compañeros de secundaria. Hubo una época de niños en que los dos parecían inseparables. Con el calor de la adolescencia se distanciaron un poco, particularmente por parte de Clark, que parecía estar siempre demasiado ocupado con los quehaceres de la granja de sus padres. Eran tiempos difíciles para la economía regional es cierto, pero Lana resentía que su amigo ya no compartiera con ella tanto como antes. Ella deseaba recuperar su compañía y no desperdiciaba oportunidad para invitarle a compartir en actividades donde pudieran pasar tiempo juntos, como en aquellos “viejos tiempos”.

“Algunos de nosotros vamos a ir a casa de Mary Ellen a escuchar algunos discos. ¿Te gustaría venir?”, preguntó a Clark.

Aunque no se lo dijera, él también extrañaba los días en que eran cómplices de travesuras, sólo que algunas veces las cosas eran “complicadas” por así decir. Pensó en rechazar la oferta pero finalmente se rindió a la coqueta mirada de su amiga.

“Seguro. Parece que podría ser muy divertido”, respondió con una tímida sonrisa.

Aquel momento íntimo fue abruptamente interrumpido por el capitán del equipo de futbol, un muchacho alto con pinta de galán de cine por el que enloquecían la mayoría de las chicas de la secundaria y quien sentía un especial desprecio por Clark y sus amigos más cercanos. Le resultaba algo “despreciable” aquel granjero con cara de “yo no fui” que siempre sacaba buenas notas y siempre parecía tener algo agradable por qué sonreír.

“Kent no puede ir”, dijo con autoridad. “Todavía tiene mucho trabajo por hacer”.

Clark apretó los puños y los dientes. Una vez cuando estaba en primer año, casi se fue a los golpes con Brad y de no ser porque su padre apareció justo en ese instante, estaba más que seguro que le habría puesto en su lugar. El recuerdo de la reprimenda que precisamente le dio su padre ese día por siquiera haberlo considerado, le hizo aflojar nuevamente los puños y bajar la mirada, limitándose a replicar con una voz que casi parecía un susurro.

“¿De qué estás hablando? Ya terminé de apilar los…”

“¿Eso?”, interrumpió el capitán apuntando con su mano hacia la banca sobre la que estaban los cascos y que ahora yacía volcada patas arriba, con los cascos dispersos desordenadamente por el piso a su alrededor. Dos de los jugadores del equipo que estaban cerca, fueron incapaces de ocultar una risa burlona que los delataba como los autores de aquella fechoría, eso o simplemente no les importó disimularlo.

“¡Oh, Brad!”, exclamó Lana fastidiada por aquel comportamiento.

“Hey, vamos Lana”, llamó una de sus amigas de camino al auto de Brad, que estaba parqueado a unos pocos metros y donde ya estaban varios de ellos esperando.

“Ven, vamos”, dijo Brad tomándola del brazo. “El tiene que limpiar”.

Eso no estaba bien. Ella quería quedarse para ayudar a Clark a recoger ese desorden, pero él la miró a los ojos y en silencio, movió la cabeza en señal de desaprobación. Luego con un gesto casi imperceptible en su expresión, Clark le dio a entender que por ahora, sería mejor decir adiós.

“Bye, Clark”, se despidió ella con sumo pesar.

“Bye, Lana”, respondió él.

“Limpia esto, Clark”, ordenó Brad con mofa, sintiéndose superior.

Brad y Lana subieron al vehículo descapotado y tras ellos, el resto del grupo se acomodó como pudo en el puesto de atrás. El auto bramó con fuerza al encenderse y ser acelerado bruscamente para llamar la atención con su alboroto. Un breve instante después, ya se habían ido. Clark se quedó observando durante unos segundos el lote de parqueadero ahora desierto.

“Bye, bye. Nos vemos mañana”, se despidieron algunos compañeros al salir de los camerinos.

Clark respondió en automático con un leve movimiento de mano y una sonrisa forzada. Finalmente, un muchacho rubio con muchas pecas en el rostro se acercó, cargando una maleta repleta de libros escolares en su espalda.

“Deberías partirle la cara a ese imbécil”, le dijo con rabia.

“Nada me gustaría más, Pete”, replicó Clark mientras enderezaba la banca y comenzaba nuevamente a apilar los cascos.

“No entiendo porque te contienes. Cuando jugamos de niños una vez me fracturé el brazo al chocar contigo, eras como un muro de concreto (*). Estoy seguro que podrías vencerle sin problema. ¡Rayos! Si decidieras entrar al equipo podrías ganar tú solo la temporada completa”.

Clark sonrió al recordar aquellos días de juego e inocencia. Aunque ahora lo recordaba con gracia, en aquel entonces la pasó bastante mal, culpándose por haber lastimado a su amigo Pete Ross. Supo entonces que tendría que aprender a controlar su fuerza y su temperamento para no lastimar a otros, algo que casi olvidó esa tarde de primer año al salir de clase, cuando Brad y dos de sus compinches le emboscaron a él y a Pete. Fue por la oportuna intervención de su padre que aquel altercado se resolvió rápidamente y sin que hubiera ningún pleito.

“Pude haberles ganado”, le reclamó a su padre de camino a casa.

“Es muy probable que así fuera, hijo. Creo que podrías ganar fácilmente esa o cualquier pelea, pero si al calor del momento fueras incapaz de contenerte y les dejaras gravemente heridos, quizás con lesiones permanentes o peor aún, sin vida… ¿cómo crees que te sentirías?”, preguntó calmadamente.

“Nada bien”, contestó avergonzado.

Clark sabía que jamás podría perdonarse algo así, de sus padres había aprendido que toda vida era sagrada y merecía respeto, incluso la de alguien tan ruin y despreciable como le resultaba Brad.

“Déjame ayudarte con eso”, dijo Pete, agachándose a recoger algunos cascos.

Clark agradeció el gesto de su amigo.

“Gracias por tu ayuda, pero si bien recuerdo, ¿no ibas a llevar a Chloe al cine hoy?”.

“Cierto”, exclamó Pete con una sonrisa que apenas si le cabía en el rostro. “¡Rayos! No quisiera llegar tarde, ya sabes cuánto le gusta a ella la puntualidad. ¿Te importa si…?”.

“Ya vete”, respondió Clark.

Pete se puso de pie, se sacudió un poco y se marchó, caminando lentamente primero y luego, echando a correr como desesperado. Finalmente Clark estaba solo en aquel campo de juego. Terminó de recoger los cascos y comenzó a levantar otros implementos que también estaban regados por el piso, como hombreras, rodilleras, coderas y por supuesto, esos balones cafés de forma alargada propios del futbol americano. Llevó todo a la bodega y se despidió del conserje. Regresó al campo para recoger su mochila y encontró oculto tras ella a uno de esos balones. Lo tomó en sus manos e imaginó por un momento cómo serían las cosas si atendiera a la sugerencia de Pete de unirse al equipo. Sabía que su amigo tenía razón, él solo podría ganar la temporada entera pero eso no sería justo ni con sus compañeros ni con los estudiantes de las otras escuelas secundarias, porque no jugarían bajo las mismas condiciones. Después de todo, él era especial.

Sujetó el balón, lo lanzó al aire y le dio una patada. El muchacho puso toda su rabia y frustración en ese golpe, sin contenerse, a fin de cuentas ¿qué daño podría hacerle a ese balón? Pues bien, el balón casi se reventó al impacto de aquella patada pero en vez de eso, resistió y se elevó a una velocidad increíble. Ojos normales lo habrían perdido de vista entre las nubes, pero Clark podía verlo claramente subir cada vez más y más. Se sintió aliviado, relajado luego de haberse desquitado con el pobre balón, que seguro se haría pedazos al caer. Sólo en ese entonces fue que la duda lo asaltó.

¿Y si caía sobre alguien?

“¡Que estupidez!”, pensó Clark entrando en pánico al contemplar la posibilidad que ese balón cayera sobre una persona. Si algo así pasara, con total seguridad, no sobreviviría al impacto.

Miró de nuevo al cielo, calculó la trayectoria de descenso y salió corriendo. Quizás fuera la adrenalina del momento, pero sintió que corría aún más rápido que una bala, tanto que cuando se detuvo al llegar al puente Loeb, a casi 20 kilómetros de la escuela, lo hizo justo a tiempo para atrapar el balón. Que descanso sintió, ya nadie saldría herido por culpa suya. Tomó una gran bocanada de aire y se echó a reír como loco en esa inmensa estructura metálica de doble carril construida sobre el rio Elbow, que pasaba unos metros más abajo. Había pateado un balón lanzándolo tan alto que alcanzó las nubes y lo atrapó limpiamente antes que tocara el suelo. Esa era una proeza única y no podía esperar a contárselo a su padre. De seguro Jonathan le daría una buena reprimenda por ese irresponsable uso de sus “facultades especiales”, pero qué más daba. ¿De qué servía ser especial si no podía compartir hazañas como esa con aquellos a quienes amaba?

La vista no era el único de los sentidos altamente desarrollados de Clark, también lo era su oído. Su habilidad para escuchar incluso el aleteo de una mariposa se materializó sin aviso una mañana en la escuela. Tenía casi diez años y estaba en clase presentando un trabajo de ciencias a la profesora, cuando millones de sonidos inundaron sus oídos. Aterrorizado por tan abrumadora experiencia y con la cabeza casi a reventar, buscó refugio en un closet de la escuela donde permaneció encerrado hasta que su madre llegó para rescatarlo. Gracias a ella, aprendió a enfocarse y priorizar en aquellos sonidos cercanos, para poder así continuar llevando una vida “casi” normal. Con el tiempo aprendió a controlar esa capacidad para escuchar cualquier sonido y con morbo pasaba el rato escuchando conversaciones ajenas, hasta el día en que desde su cuarto, en el segundo piso de la casa, escuchó a sus padres hablando en la cocina y se enteró de que era adoptado. A la fecha, sus padres no sabían que él ya estaba al tanto de su situación y decidió que era mejor así, como también decidió que era mejor respetar la privacidad de los demás y usar esa “habilidad” para otros fines, como el de ayudarle a mantenerse siempre alerta. Gracias a ella, era extremadamente raro que algo o alguien pudiera acercarse sin que le escuchara y mucho menos, que pudiera tomarle por sorpresa. A menos que, como claramente ocurriera en este momento de euforia en el puente, se encontrara tan distraído que no prestara atención al suave ronroneó del motor a seis cilindros del Porsche 911 gris que entró al puente a poco más de 200 kilómetros por hora.

Los siguientes segundos transcurrieron como si se tratara de una película reproduciéndose en cámara lenta.

Con los ojos muy abiertos, Clark pudo ver a través del panorámico frontal del Porsche al conductor, un pelirrojo unos cinco años mayor que él llevaba en su mano derecha una lata de cerveza casi vacía. Aquel hombre soltó la lata para sujetar el volante con las dos manos y su rostro se desfiguró en una expresión que combinaba horror y pánico. Los músculos de Clark se tensionaron y cerró las manos con tal fuerza que reventó el balón, se movió un poco a la derecha pero no lo suficiente ni a tiempo, de forma que fue inevitable el brutal impacto de aquel auto contra su cuerpo.

Como si efectivamente acabara de golpear un muro de concreto, el panorámico se fragmentó en miles de pequeños pedazos, el pequeño explosivo oculto en el volante detonó inflando de golpe una bolsa de aire comprimido, esquirlas rasgaron el rostro y cuerpo del conductor y finalmente, tanto Clark como el auto cayeron del puente, hundiéndose en las turbias aguas del rio Elbow.


(*) Puedes echar un vistazo a la historia de Pete en El niño que aprendió a volar, una historia de fan-fiction sobre los primeros años de Clark Kent en Smallville.

Comentarios

  1. "Somebody save me, save me..." si esa melodía resuena en tu cabeza, no es casualidad. Este capítulo tiene algunas referencias a la serie de TV "Smallville", que debutó en los Estados Unidos hace más de 18 años, un 16 de octubre de 2001.

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