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Es cosa del destino

La mañana era fría, gris. Una mañana propia de invierno aun cuando se suponía que era verano. El ambiente invitaba a la melancolía o a la depresión, cualquiera de ellas. La afortunada sería la que primero lo alcanzara, mientras caminaba con paso apurado desde el paradero de bus hasta la oficina. Ese no sería un trayecto largo si se le midiera en línea recta, pero no es esa usualmente la distancia más cercana entre dos puntos, especialmente cuando hay una autopista de múltiples carriles de por medio. Un puente peatonal sobre la autopista resultaba ser la única forma segura de salvar semejante obstáculo, lo que aumentaba considerablemente la distancia a recorrer, tanto por la extensa rampa de acceso, como por la diagonal que trazaba de un extremo al otro. Caminó hacia el puente sin aminorar el paso, el mismo paso acelerado con que atacaba toda distancia que lo separara de su meta de turno. Esa era su rutina de cada día. Este, sin embargo, no sería un día como cualquier otro. El destino se encargaría de hacer de este un día memorable. Para bien o mal, los eventos se habían puesto ya en marcha. La cuestión de cuándo sucedería, estaba por ser resuelta. Aunque claro, Fabio lo ignoraba.

* * *

Sandra se levantó muy temprano esa fría mañana. Como cada día de la semana, preparó el desayuno para sus dos niños. Subió las escaleras para llegar hasta su cuarto y levantarlos. La niña mayor se duchó en el baño del segundo piso, mientras ella se bañaba con el menor en el del primero, donde el agua caliente fluía con mayor presión. Un rato después, luego de la correspondiente lucha por conseguir que desayunaran todo cuanto les puso en la mesa, fue con ellos hasta la esquina de la cuadra, donde esperaron el bus del colegio. Normalmente pasaba alrededor de las 6:30, rara vez pasaba después que eso. Por lo visto, esta mañana era una de esas raras veces, porque estaba ya retrasado. Apretando fuerte los labios para evitar que las palabras escaparan y sus hijos la escucharan, Sandra maldijo su suerte.

* * *

Los autos se amontonaban adelante bloqueando el paso. Resultaba evidente que algo había ocurrido, un accidente sin duda. Elver sólo podía especular sobre ello, desde su puesto de conductor no alcanzaba a visualizar qué ocasionaba el trancón. Lo que fuera que ocurrió, había tenido lugar varias cuadras adelante. Antonia lo miró y murmuró algo como “los padres van a crucificarnos hoy”, a lo que Elver contestó con una sonrisa: “No te afanes, no es culpa nuestra”. Se relajó y se recostó contra el respaldo de su asiento. La van estaba atascada en el tráfico, en una ubicación que le dificultaba el poder escapar, si hubiera escape alguno. Esta era la maldición de una autopista como aquella. Cuando te quedas atrapado en el carril central, no importa el tamaño o el modelo del vehículo, nada puedes hacer. En una situación así, poco o nada importa llevar al frente un letrero de “Ambulancia” o, como era el caso de la van de Elver, el de “Transporte escolar”.

* * *

Una semana atrás, Esteban conducía de prisa por la autopista cuando un Peugeot azul le cortó el paso, obligándolo a frenar abruptamente. Los músculos de su pierna se tensaron y el pedal se hundió hasta el fondo. Las ruedas reaccionaron violentamente y frenaron el avance aunque no con la rapidez deseada. El auto continuó con impulso y el parachoques delantero gris de su Mazda se acercó peligrosamente a la cola metálica del Peugeot, que para su fortuna se movió al siguiente carril en una nueva maniobra, igual de agresiva e imprudente que la anterior, poniéndolo fuera de su alcance. Esteban soltó un suspiro de alivio, pero no fue el único que lo hizo. En el asiento del copiloto iba su buen amigo Fabio, aferrado a la puerta y mascullando gracias al Divino Niño por salvarlos del que parecía un inminente impacto.

“Creo que deberías hacer que te revisen los frenos”, sugirió, como si Esteban y no su auto, fuera quien necesitara un chequeo. 

Ahora, una semana después de aquel bochornoso incidente, Esteban desearía haber escuchado los consejos de su amigo. Esta vez no fue un Peugeot, sino un taxi modelo 99 que no respetó las normas de la carretera, con tan mala suerte que lo golpeó luego que este invadiera su espacio. Técnicamente no había sido su culpa, aun cuando el taxista se aferrara al decir popular que “quien pega por detrás paga”. Esperaba que la policía no pensara igual y atendieran razones. Resignado a  quedar con su auto fuera de servicio, hizo una llamada a la aseguradora para que le enviaran una grúa y asistencia legal móvil (esto es, un abogado recién titulado, de los que se movilizan en motocicleta por la ciudad). El asesor con quien habló le recomendó por sobre todo, no reconocer falta alguna. Como si la tuviera. Mientras esperaba, llamó a su amigo para contarle su desgracia y que no lo esperara, que no podría recogerlo esa mañana para ir al trabajo. Cuando terminó la llamada y guardó su celular, miró hacia atrás. La avenida estaba congestionada. Se había creado un trancón enorme, de esos que tanto detestaba.

* * *

Fabio llegó al comienzo de la rampa, una larga rampa construida pensando en facilitar el uso del puente peatonal para aquellos discapacitados en silla de ruedas y para los que andaban en  bicicleta. Una obra con mucho sentido social pero que a su vez lo obligaba a caminar varios metros adicionales a la ya de por si larga extensión del puente. Regularmente, a esta hora ya estaría en la oficina trabajando, gracias al aventón que su amigo Esteban acostumbraba darle. Esta mañana desafortunadamente, su amigo le llamó para compartirle la mala nueva de que había tenido un “incidente” con un taxi y que no podría recogerle, de modo que le tocó valerse de sus propios medios. Salió a buscar transporte público pero ya iba tarde, no iba a llegar a tiempo. Ofuscado por el retraso, bajó del bus y subió la rampa con tal prisa, que torpemente se llevó por delante a una  mujer cargada con paquetes. Las cajas cayeron al piso con un golpe seco.

* * *

“¿Qué tal? ¿Está chusco, no?”, preguntó Cecilia. Su amiga terminó de acomodar el papel en la fotocopiadora antes de levantar la cabeza y observar en la misma dirección que Cecilia miraba. Con los ojos, siguieron el paso apurado del hombre que pasaba al fondo, por el pasillo que conducía a la oficina de enfrente.

“Si, no está mal”, replicó con una sonrisa. “El otro día vino a sacar unas copias”. Cecilia se volteó e interrogó a su amiga queriendo saber detalles. “Pues no sé cómo se llama y además es medio antipático”, respondió la interrogada.

Cecilia se encogió de hombros y abrazando a su amiga le murmuró al oído: “Amiga, eres una mujer bonita y estas muy bien conservada para tener ya dos hijos. Eres dueña de tu propio negocio, que sostienes con esfuerzo y sudor. Pero aquí entre nos, deberías ser menos dura al juzgar a las personas o no llegarás a casarte de nuevo”.

Sandra quiso replicarle que tal cosa no estaba en sus planes inmediatos, pero Cecilia se despidió y salió del local sin darle oportunidad. Unos días después, ese antipático hombre la tropezaba haciéndole tirar sus cajas al piso del puente peatonal.

* * *

La ruta finalmente recogió a los niños y Sandra pudo regresar a la casa. Terminó de arreglarse con un toque de polvos para la cara, lápiz labial y algo de delineador para ocultar las ojeras que comenzaban a formarse en su rostro por la falta de sueño. Desde que su esposo muriera dos años atrás, ella había tomado la determinación de sacar adelante a su familia sin ayuda de ningún otro hombre. No los necesitaba, no eran de fiar, como su hermano. Muchas veces le había pedido que no le dejara el papel de repuesto para la fotocopiadora en la casa, que se lo llevara al negocio directamente, pero el muy flojo la ignoraba. Un buen día le iba a llenar la copa y su rebosada ira la llevaría a cambiar de proveedor, dijera lo que dijera su madre. Quizás debía escuchar a quienes le recomendaban no mezclar a la familia en sus negocios, pero era fiel creyente de que si no se ayudaban entre ellos, ¿quién más lo haría? Ya un poco más tranquila con este último pensamiento y satisfecha con su apariencia luego de una última pasada por el espejo, evaluó sus opciones. Podría tomar un bus para ir al local que tenía arrendado en el Centro de negocios, pero con esas cajas no la tendría fácil para subir y bajar, sin contar con que como de costumbre iría repleto de gente… no, definitivamente el bus no era una opción. Tomó las cajas, salió de nuevo a la calle y buscó un taxi. Era un largo viaje hasta el Centro de negocios, el importe a pagar sería considerable y no contaba con mucho efectivo a mano. Para bajarle un poco al valor de la tarifa, prefirió quedarse del otro lado de la autopista, frente al Centro, en lugar de hacer el recorrido hasta la glorieta, hacer el retorno y quedarse en la puerta. Tendría que caminar más, pero con paso rápido cruzaría el peatonal sin problema.

* * *

Las hojas impresas entraron de improviso en su campo visual y Esteban se vio forzado a buscar con la mirada el rostro que pertenecía a la mano que las sujetaba. Los sonrientes labios de su amigo se movieron arriba y abajo para pedirle con tono dulzón, el favor de ir a fotocopiar esos documentos pues la copiadora de la oficina seguía descompuesta. Cuando le preguntó el por qué no iba él, le respondió que “el otro día fui y creo que no le caí bien a la dueña. Quizás fuera porque estuve un poco, digamos, brusco, casi antipático, pero esa es otra historia”. Esteban tomó las hojas y se puso de pie.

“He notado como la miras cuando nos hemos topado con ella en los pasillos. Deberías invitarla a salir”. 

Fabio movió negativamente la cabeza e hizo uso de la disculpa que tenía preparada desde hace ya mucho y que se repetía como un mantra para evitar hacerse ilusiones: “Estoy seguro que ella ha de estar comprometida y aunque no lo esté, es dueña de su propio negocio y yo un vil asalariado, sobreexplotado además. ¿Por qué querría salir conmigo?”.

Esteban no se dignó contestar, su tiempo era tan valioso como el de cualquiera y lo usaría bien haciéndole el favor pedido o perdiéndolo intentando levantarle el ego. Salió de la oficina y volvió al rato con las copias. A la mañana siguiente, mientras conducía, recordó el tema del ego de su amigo y pensó ocuparse de eso en cuanto lo recogiera. De improviso, un taxi se le cruzó en el camino.

* * *

Sandra sintió el empujón y las pacas de papel que llevaba en dos cajas de cartón se le cayeron de las manos. El hombre que acababa de atropellarla se detuvo a su lado y con las mejillas coloradas, masculló infinidad de veces “lo siento” mientras se arrodillaba junto a ella y le ayudaba a recoger las cajas. Cuando se levantaron, sus ojos y los de aquel hombre se cruzaron. Ella sonrió y estiró su mano para recuperar las cajas que el hombre cargaba, pero Fabio se opuso a devolvérselas. Con una sonrisa, le propuso llevarlas hasta su negocio, era lo menos que podía hacer para compensarla por su torpeza. Sandra aceptó encantada. Emprendieron de nuevo el camino por la rampa del puente peatonal, conversando con natural confianza, sin afán, olvidándose de aquella carrera contra el reloj en la que los dos se embarcaron para reponer el retraso que aquel día les había impuesto. Por vez primera luego de haber hecho aquel interminable recorrido muchas veces en solitario, Fabio sintió que ese puente era demasiado corto. En ese momento, la mañana ya no le pareció tan fría ni gris como cuando salió apurado de su casa y aunque ya no estaba corriendo, melancolía y depresión se quedaron sin alcanzarlo.

* * *

El encontrón que tuvieron esa mañana en el auto de Esteban con aquel Peugeot, le había afectado más de lo que hubiera aceptado reconocer. Fabio andaba con los nervios de punta. Se sumergió en el quehacer diario esperando que la rutina sirviera para calmarlo un poco, sin lograr su cometido. 

A media mañana, su jefe le solicitó enviar unas copias de ciertos documentos a uno de sus clientes. Tomó el manojo de hojas que debía fotocopiar y fue hasta la máquina situada al fondo de la oficina. No pudo usarla para cumplir su labor porque el aparato sacó la mano luego que unas hojas se le enredaran en uno de los rodillos. Molesto por el percance, tuvo que ir a un local vecino para sacarlas. La dueña le resultaba atractiva y quizás su presencia ayudaría a calmarle o eso esperaba. La cosa no salió tan bien porque ella tardó en atenderle por estar enfrascada en una discusión por teléfono. La escuchó mencionar algo de “ni se te ocurra dejarlas en mi casa”, así que dedujo, sin temor a equivocarse, que estaba de pleito con el novio. Eso supuso porque no vio en su mano ningún anillo de bodas como para pensar que fuera el esposo. Por otra parte, la presencia de Fabio en su humilde negocio no pasó desapercibida para Sandra. Cuando lo vio de pie tras el mostrador, su semblante cambió. Se habían cruzado de vez en cuando por los pasillos y hubiera querido que el caballero tuviera el valor de hablarle, de invitarla a salir. ¿Era tan difícil acaso? Ahora tenía a su alcance una oportunidad de romper el hielo. Lo atendería amablemente y una cosa llevaría a la otra. Pero primero debía colgar ese teléfono. 

Se despidió de su hermano con un “me haces enojar mucho, pero aun así te quiero”. 

A Fabio no le hizo mucha gracia oír la forma como se despidió de su interlocutor. Qué tonto era, esa mujer tenía a alguien que la amaba y a quien, por lo que escuchó, ella también amaba. Frunció el ceño, tomó sus hojas y se retiró sin mediar palabra. Sandra se quedó atónita, sin saber qué pensar de aquella reacción tan antipática. Con tristeza, ambos concluyeron que aquella era una relación que nunca podría tan siquiera comenzar. No podían imaginar que el destino tenía planes muy diferentes para ellos.

* * *

Al igual que “nadie es eterno en el mundo”, tampoco lo son los trancones y fue así como la van escolar comenzó a avanzar. La fila de carros se movía con la paciencia del Santo Job, pero avanzaba y eso era lo importante. Pasaron junto a los vehículos accidentados, uno de ellos un taxi y el otro un Mazda gris. Unas cuadras más allá alcanzaron la autopista y reanudaron la ruta programada. Recogieron a los hijos de Sandra unas cuadras más adelante. La mujer se veía bastante contrariada por el retraso, tal como el resto de padres que encontraron durante el resto del trayecto. Una hora más tarde de lo habitual, llegaron al colegio.

“Ya era hora”, se quejó Antonia, cuando todos los niños bajaron de la van. “Creí que nunca íbamos a llegar”.

“No es para tanto”, replicó Elver. “Tan sólo así lo quiso el destino. Su razón tendría para retrasarnos”. 

La mujer lo miró con incredulidad. Cómo podía creer tal cosa. Para bien o mal, el destino no controlaba sus vidas, estaba convencida de ello.

Grandes Momentos de instantes cotidianos

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Todos ellos, grandes momentos de instantes cotidianos.

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