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El 58

Se levantó temprano. Ya tenía su programa para ese prometedor festivo. Subiría al cerro de Monserrate, almorzaría con unos amigos, iría a una obra de teatro y finalmente, derecho a la camita, a dormir, para reposar todo el trajín de su ameno día. Se equivocaba.

No había terminado de tomar su desayuno, un par de pandebonos recalentados del día anterior acompañados con café con leche instantáneo (tanto el café como la leche), algo liviano antes de su primer cita del día, cuando un sonido como de lavadora defectuosa proveniente de su zona estomacal, lo hizo correr al baño. Al parecer, no le hicieron ninguna gracia a sus jugos gástricos la buena dosis de frijoles acompañados con ensalada verde que tuvo por cena la noche anterior. Maldiciendo, tuvo que regresar al baño no una, sino tres veces y en cada entrada dejaba un maloliente deposito de desechos que su cuerpo se negaba a procesar. , pensó. Fue una fortuna que su compañero de apartamento estuviera de viaje por Panamá o tendría que soportar sus burlas por varios días. Cuando por fin pareció haberse desahogado lo suficiente como para sentirse bien y arriesgarse a subir a pie el centenar de escalones que lo llevarían a la cima del cerro y por consiguiente, a la capilla allí construida, salió del apartamento. , se dijo para darse ánimos y no desfallecer en su bien intencionado programa para ese día. Lo hizo también porque no había nadie alrededor, nadie más que pudiera alentarlo a continuar, salvo él mismo.

Apresuró el paso, apretando el estomago como si así pudiera evitar cualquier recaída. Enfiló hacia el paradero de buses, a unas cuadras del edificio donde tenia rentado su apartamento y allí espero con impaciencia. Luego de unos minutos, pudo distinguir el colectivo con el letrero que anunciaba su ruta, una que lo llevaría justo a la estación del funicular que sube al cerro. De ahí en adelante ignoraba para dónde iba el colectivo y poco o nada le importaba. De la estación del funicular no pensaba pasar. Y no lo hizo. Pero tampoco pudo moverse de allí.

En el camino se fue acompañado por toda clase de personajes pintorescos que madrugaban en domingo y enfilaban hacia el centro de la Capital. Una vendedora de fritos con una olla gigante de donde se desprendían provocativos olores a papa rellena, empanadas de arroz y otras delicias. Olores que a esa hora y con los antecedentes de esa mañana, lo hacían padecer ante la amenaza de una soltura involuntaria. Tampoco era mucho más agradable el que se subió pese a las protestas del conductor. Protestas que se acallaron cuando el individuo pagó su pasaje y se sentó en la parte de atrás. Su olor a cuerpo y ropas con varios días lejos sin conocer agua ni jabón, lo obligaba a contener la respiración por ratos no lo suficientemente largos. Cuando inevitablemente se veía forzado a inhalar una buena bocanada de aire para no morir asfixiado (que lamentable se vería eso en las noticias del mediodía), los olores se colaban y lo llevaban a maldecir y maldecir y maldecir de nuevo. Hubiera querido salir tan pronto estuvieron a tan sólo una colina de camino, pero no se atrevió. No porque le temiera al par de gamíncitos que en un descuido del conductor se subieron por la puerta de atrás e iban agazapados en las gradas de salida, sino por una razón de mucha más altura.

La vio caer al poco rato de subir. Agua del cielo. Pudo bajarse y devolverse al apartamento así se mojara un poco, pero tenía la esperanza que (siendo como era, una ciudad tan grande) no estaría lloviendo en las cercanías de la estación. No fue tal. Tan pronto bajo del colectivo tuvo que correr para buscar refugio bajo el escaso techo exterior de la estación, junto a un considerable grupo de personas que se amontonaban allí buscando escampadero. La lluvia arreció por instantes, justo cuando parecía que ya quería ceder. Tal maravilla no aconteció antes de las once, según marcaba el puntual reloj de la estación. Para ese momento era imposible arriesgarse a subir por las escaleras si era que tenía la menor intención de llegar a tiempo a su segunda cita del día. , se consolaba en voz baja mientras miraba con resignación la capilla en la cima. .

Dos buses tuvo que tomar para llegar al lugar de la reunión. Esta vez los olores no fueron su compañía. En vez de eso hubo de deleitar el oído con los acordes de guitarra que un par de estudiantes usaban para invocar la solidaridad de los pasajeros, como un medio para su subsistencia y permanencia en las aulas. A ellos les ayudó con un par de monedas, pero ignoró al supuesto campesino desplazado y a la señora que proclamaba tener una hija en el hospital esperando por una cirugía que no tenía como pagar, según constaba en un papel bastante maltrecho donde difícilmente podría leerse algo. Quizás fue que no lo convenció, que ya había escuchado demasiadas veces el mismo discurso (para colmo del descaro casi con las mismas palabras) o que se distrajo cuando pasaron junto a un reloj en la Séptima que como cosa curiosa no daba la hora sino las estadísticas de abuso infantil y los índices de muertes violentas y suicidios ocurridos en lo corrido del año. Cerró los ojos y dejó que otro par de personajes más hicieran lo suyo, vendiendo el caramelo de moda o mostrando las heridas que ya no le permitían encontrar un trabajo decente. Verdad o mentira, no estaba en su filosofía de vida andar regalando el dinero que tanto trabajo le costaba conseguir. Si iba a gastarlo, lo haría a su manera y esa no era precisamente la de andar haciendo caridad en los buses. Se limitó a bajarse en el Centro Comercial y se sacudió la cabeza, como una forma de deshacerse de esas cuestiones y dejarlas a otros más interesados.

El traslado desde la estación le había tomado más tiempo del que esperaba y ahora iba tarde. Corrió a la fuente en la plazoleta principal del Centro Comercial, donde habían quedado en reunirse. Esperaba encontrar allí a José, Germán, Ricardo y Liliana, su viejo parche de la Universidad, pero ninguno de ellos estaba a la vista. Dio un par de vueltas alrededor de la fuente buscando, sin resultado alguno. ¿Se habrían ido ya para el restaurante? Es posible, él lo habría hecho sin pensarlo dos veces, tan sólo una. A toda prisa recorrió las tres escaleras eléctricas que lo llevaron a la terraza de comidas, que se encontraba llena a más no dar. Al fondo se encontraba el restaurante mexicano al que acordaron irían. Entró, dio un vistazo a las mesas dentro y fuera del restaurante, pero no vio rastro alguno de sus amigos. Preocupado, sacó su celular para llamar a José. Fue una imprudencia suya no haberlo hecho antes, tan pronto vio que iba tarde. De hacerlo, quizás habría notado que la pantalla anunciaba dos llamadas perdidas y un mensaje almacenado en el buzón de voz.

exclamó luego de recordar que antes de su pesada cena del día anterior, había estado en cine y por respeto a los demás lo puso en modo silencioso, por si alguien lo llamaba. No era raro que luego de salir de la función olvidaba ponerle nuevamente volumen al timbre ni tampoco raro que se recriminara por ello. Revisó el listado de llamadas y encontró que eran de su amigo José, lo mismo que el mensaje. Al escucharlo se enteró que la esposa de Chepe se encontraba algo indispuesta debido al embarazo y que había hablado con los otros miembros del parche para posponer la salida hasta el próximo fin de semana y que . Se sentó cerca de la fuente contemplando la pantalla de su celular sin decir nada. , pensó desanimado. Deambuló por el Centro Comercial durante casi una hora, renegando de su suerte. Al rato, obligado por el vacío en su estomago (y cómo no iba a estarlo luego de portarse como lo hizo en la mañana) compró un sándwich ligero, sin mucho condimento, nada irritante. Con cada bocado, su ánimo comenzaba a ir en aumento de nuevo. No pudo almorzar con sus amigos, ¿y qué? Ya se verían la próxima semana. En lo que respecta a su día, todavía le quedaba una cita por cumplir, la más importante. Esa tarde tenía una cita con la mujer de sus sueños y no se refería a la Amparo Grisales, que a su edad mantenía una figura y una lozanía que envidiaban muchas jovencitas de hoy. La mujer en quien pensaba no era otra que su novia, a quien había aceptado acompañar a teatro, al elogiado monologo de la diva. No era que le matara ir a la función, lo hacia por ella. Hacerla feliz, lo hacía mucho más feliz a él. Ya con la moral de nuevo en alto, terminó de comer y dejó entrever una sonrisa antes del último bocado. Otra pequeña crisis conjurada.

Bajó al segundo piso del Centro Comercial y buscó un gran almacén de venta de CDs, DVDs y muchos otros s. Ignoró la sección de videojuegos y fue directamente al pequeño stand al final de uno de los pasillos, dedicado a la venta de boletas para toda clase de espectáculos y eventos culturales de la ciudad. Conciertos, presentaciones en patines sobre hielo y por supuesto, obras de teatro. Al comienzo no comprendió la sonrisa burlona del encargado cuando le pidió dos boletas para la función de esa tarde. Tampoco le quiso creer cuando le dijo que por ser la última función de la temporada, la boletería estaba agotada desde el día anterior. Por supuesto, no le causó a su novia ninguna gracia cuando la llamó para contarle y pedirle mil disculpas. Ella le recordó haberle insistido en comprar las boletas pero él estaba más interesado en ver esa película de mutantes que en otra cosa. ¿Hacerla feliz? Si, como no. Decir que lo mandó a comer feijoa con cacao sería una manera bastante decente de enmascarar cuanto ella realmente quería expresar y que prefirió callar con un antes de colgar. No se dijeron improperios, no se abusó del lenguaje, pero el golpe resultó ser igual de letal.

Este, fue el golpe final.

Cabizbajo, aburrido y derrotado, claudicó por fin ante los azares del destino que cruelmente arruinaron su día. El amanecer estaba lleno de alegría, sueños, esperanza. De eso solo le quedaba el recuerdo, ido ahora por entre una cañería, tal como lo hiciera el contenido de su estomago al soltar la cadena del baño. Tenía todavía media tarde por delante, pero para él, ya la noche había llegado. No era una distancia corta que digamos, y aún así, caminó todo el trayecto de regreso hasta el apartamento. Ya los cielos se teñían con el rojo de un atardecer espectacular, propio de un día festivo como este, cuando insertó la llave en la cerradura y abrió la puerta de su hogar rentado. El esfuerzo fue considerable y su cuerpo se lo hizo saber desconectándose y haciéndolo caer como peso muerto sobre la otrora confortable cama doble. Los últimos rayos del sol desaparecieron en el horizonte, más allá de donde le era permitido ver por entre las cortinas de su ventana.

Por alguna razón, vinieron a su mente las cifras de ese reloj allá en la Séptima. No todas, realmente. Solamente aquella referente al número de suicidios. Le parecían pocos para ser mitad de año y ser este un país grande, lleno de gente sin esperanza que busca una salida rápida. Quizás era que no todos los suicidios fueran reportados como tales, de forma que los 57 que aparecían en aquel reloj podrían ser más. , pensó con los ojos cerrados, . Podrían. Continuó dándole vueltas a la idea mientras se hundía más y más en la depresión, aferrándose débilmente a cuanto salvavidas encontró en los rincones de su alma. Uno de ellos era el timbre de su celular, que reventaba en estridente llamado una y otra vez sin que se animara a contestarlo. Fue un breve duelo de voluntades que el celular terminó por ganar. La llamada era de su novia. Con voz dulce pero firme y decidida, le pidió perdón por haberse sobreactuado. Le confesó que estaba dolida porque sentía que él la había hecho a un lado en sus planes para este día, un día que se le amargó cuando supo que no podría compartirlo con él. Que si bien era cierto que estaba triste por perder la oportunidad de ver una obra de teatro que era importante para ella, no lo era tanto como él. Y que si estaba de acuerdo en perdonarla y dejar atrás este desalentador día, esperaba que le colgara el celular y corriera a abrirle la puerta.

Saltó fuera de la cama empujado por resortes ocultos en su espalda. Pronto se olvidó de su depresión y su impulso suicida. Fue un momento de debilidad que ya era cosa del pasado. La vida (como siempre lo hace) le daba la oportunidad de compensar los sinsabores de este pesado día, oportunidad que habría perdido de haber capitulado. Y pensó: seguramente habrá un 58, siempre hay alguien que busca la salida fácil.

Pero ese alguien no sería él.

Grandes Momentos de instantes cotidianos

La frustración de un encuentro fallido.La pérdida de un ser amado. La tentación de una infidelidad. Los miedos de infancia que reviven...

Todos momentos por los que cualquiera de nosotros o alguien que conocemos puede atravesar. Momentos seguramente irrelevantes para el resto pero grandes para quien los vive.

Todos ellos, grandes momentos de instantes cotidianos.

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Comentarios

  1. Entretenido relato.....depresivo, cómico y realista....esperemos que vengan unos más con ese sello característico tuyo.

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